Titiriteros de mundos sintéticos

Puppeteers of Synthetic Worlds

Daniel Escandell Montiel (Universidad de Salamanca)

Artículo recibido: 03-08-2015 | Artículo aceptado: 30-10-2015

ABSTRACT: Social interactions in the digital world, analyzed through its mediation by screens, opens the theatrum mundi to virtual spaces. The complexity of virtual-social roles is a reflection on the avatar-oriented conversion of the network society. This orientation plays the role of a full mask and is the basis for the performing simulations of the internet society. In this context, we discuss the machinima as a digital puppet-theatre phenomenon mediated primarily by video games and spread through the network tools..
RESUMEN: La interacción social en el mundo digital, analizada a través de su mediación por pantallas, abre el theatrum mundi a los espacios virtuales. La complejidad de papeles sociales-virtuales tiene un reflejo en la avatarización de la sociedad-red. Esta orientación se erige una máscara total y es la base de las simulaciones performativas de la sociedad en internet. En este contexto, analizamos la machinima como fenómeno de teatro de marionetas digital mediado principalmente por videojuegos y difundido con las herramientas de la red.

KEYWORDS: machinima, theatrum mundi, avatar, virtual stage, synthetic worlds
PALABRAS CLAVE: machinima, theatrum mundi, avatar, escenario virtual, mundos sintéticos

____________________________

1. El actor perfecto más allá del camaleón

La capacidad interpretativa de los cuerpos ha sido puesta en cuestión, así como su potencial para convertirse en imitadores en el escenario y, con ello, realizar el acto interpretativo básico. Esta idea del ideal camaleónico ha flotado en el mundo de la ficción con múltiples ejemplos, pero uno de los más relevantes puede ser el de Woody Allen en Zelig (1983). En esta cinta, Leonard Zelig, héroe epónimo de la película es un “camaleón humano”, según la descripción que hace de este personaje (que interpreta Allen) la Dra. Fletcher (Mia Farrow). Resulta más interesante la justificación que da Zelig para su singular capacidad de convertirse en otros (lo que se refleja en cambios físicos, como el color de la piel, el peso, etc.): “it’s safe to be like the others”, dice. “I want to be liked”. La capacidad camaleónica se presenta, así, como una negación del propio yo: se considera a sí mismo en un grado tan bajo que su mecanismo de respuesta es mutarse en otra persona a través de la mejor imitación posible.

La perfección absoluta de la copia, desde luego, implicaría una sustitución plena también de los campos afectivos, anhelos, pasiones, temores… Se trata de alcanzar, en tal caso, los requisitos defendidos por Diderot en La paradoja del comediante (1778) para definir al buen actor:

Yo reclamo mucho discernimiento. Necesito en este hombre un espectador frío y tranquilo. Exijo, por tanto, comprensión y ninguna sensibilidad; el arte de imitar, o, lo que viene a ser lo mismo, una igual aptitud para toda suerte de caracteres y papeles. (Diderot, 1778: 18)

La posición del actor como observador para lograr la imitación de la naturaleza es la clave que les permite alcanzar sus logros interpretativos. Para Diderot, los grandes artistas son de facto grandes imitadores de la naturaleza y, por tanto, grandes observadores de la misma con la distancia crítica que puede aportar el dejar los sentimientos propios de lado:

Nosotros somos los que sentimos; ellos, observan, estudian y pintan. ¿Lo diré? ¿Por qué no? La sensibilidad no es cualidad de grandes genios. Estos amarán la justicia, pero practicarán esta virtud sin gustar su dulzura. No es su corazón, sino su cabeza, la que hace todo. A la menor circunstancia inopinada, el hombre sensible la pierde; no será ni un gran rey, ni un gran ministro, ni un gran capitán, ni un gran abogado, ni un gran médico. Llenad la sala del teatro con estos llorones, pero no me coloquéis ninguno en las tablas. (1778: 23)

Esta caracterización del actor perfecto, imitador pleno, esbozada por Diderot ha sido la base de diversas formas narrativas en internet que han tenido en la simulación y la suplantación su base estética esencial. Se trata, como señalamos ya en su momento (Escandell, 2010) de concebir y emplear la propia pantalla y la conexión digital como un escenario virtual: escribir como asumir un papel, salir a escena y ser otro en el acto mismo de escritura y relación con la comunidad lectora. Hablábamos entonces del blogonovelista (como trasunto de la figura autoral general, pero que capitaliza en su escritura las narrativas del yo digitales) en su teatrillo. Más allá de esa metáfora de la pantalla como proscenio, el teatro tiene una historia vinculada a sus posibilidades técnicas: hay una relación directa entre la bajada de los dioses desde el monte Olimpo y la escenografía y recursos empleados para conseguir el efecto del deus ex machina (en griego, απò μηχανῆς θεóς). La acción de la grúa que hace descender a la entidad divina al mundo terrenal está íntimamente vinculada con el recurso narrativo.

La vinculación entre el teatro y la técnica, entendida esta última como un elemento disruptor capaz de abrir nuevas vías de exploración de la escena, no puede limitarse a la tramoya o a la progresión de los múltiples recursos que hoy en día enmarcaríamos dentro de la categoría de los efectos especiales y que no es en absoluto un fenómeno contemporáneo: la capacidad sanguinolenta de las peleas en el teatro español del Siglo de Oro, documentada entre otros por Wardroopper (1983) ya jugó un papel clave a la hora de determinar qué se representaba y cómo reaccionaba el público. El papel de la pantalla en su vinculación con el teatro y, por consiguiente, con las diferentes concepciones de la ciberteatralidad es en sí misma una intervención de la técnica López Pellisa planteó y estudió ya la capacidad potencial de las intervenciones de estos espacios técnicos de la cibercultura:

Fruto de las relaciones e interacciones entre el espacio real, virtual y digital nacen las diversas tipologías de acciones dramáticas surgidas tras el advenimiento de las nuevas tecnologías informáticas: hiperdrama, teatro digital, ciberteatro y teatro de robots. Nos interesan las nuevas tecnologías informáticas como parte consubstancial de la acción dramática, y por tanto, no hacemos referencia a otro tipo de tecnología utilizada en escena como mero recurso escenotécnico, tal y como se ha utilizado la pantalla cinematográfica desde principios del siglo XX, o las fantasmagorías del siglo XVIII y diversas maquinarias a lo largo del XVI y el XVII. (2013a: 26)

Los mundos virtuales, la realidad aumentada y los espacios alterados por recursos holográficos son, en cualquier caso, intervenciones sobre los espacios de acción teatral. Incluso la concepción metafórica del escritor como actor ante la pantalla implica esencialmente una intervención sobre el espacio (real o virtual) de acción, y no tanto de quienes realizan la acción teatral (o qué la realiza o simula la interpretación mediante su programación). Hablamos, en definitiva, de la eliminación o virtualización del actor, no solo en entornos virtuales y sintéticos como los videojuegos (donde se emplean ya de forma extensiva recursos de digitalización corporal y facial de actores para dar vida a personajes), sino también en entornos reales. El holograma es incorpóreo y plenamente virtual, aunque simula una presencialidad en el mundo, pero los robots sí están dotados de fisicidad. Estos robots como actores han sido también abordados por López Pellisa (2013b) y es imprescindible diferenciarlos de muñecos, autómatas, marionetas, etc. De este modo, López Pellisa aborda los tecnotíteres (2013b: 226-228) y roboactores (229-233) como parte de la expresión robótica en escena.

2. El valle de los robots

Entre los ejemplos recientes está la Geminoid F de la compañía japonesa Seinendan que fue empleada en la adaptación de Las tres hermanas de Chéjov dirigida por Oriza Hirata en 2013 y que se llegó a estimar que podía reproducir un 80% de las expresiones faciales de una persona real. La robot era creación de Hiroshi Ishiguro, popular investigador de robótica y director del Departamento de Innovación de Sistemas en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Osaka (Japón). Su búsqueda es la de la naturalidad en el rostro de la máquina, conseguir que el gesto mecánico del androide sea orgánico. Pero él mismo sabe también que el siguiente paso no está en explorar el valle inquietante en cómo vemos a esas máquinas, sino en cómo nos relacionamos con ellas. Ishiguro podría situarse en una tradición de creadores de autómatas asiática que, como la occidental, se remonta varios siglos en el tiempo: los karakuri ningyo son autómatas tradicionales japoneses que se remontan al siglo XVII. Se empleaban como juguetes y atracciones de salón (zashiki karakuri) y en festividades religiosas para recrear mitos tradicionales (dashi karakuri); sin embargo, consideramos especialmente relevantes a los butai karakuri, que se usaban en el teatro, por lo que pueden vincularse claramente con las figuras automatizadas de Kempelen en Le joueur d’échecs (Bernard, 1927).

Desde luego, en la robótica la hipótesis de Masahiro Mori del valle inquietante (1970) se basa ante todo en las reacciones de los observadores como consecuencia del aspecto del androide. Eso es lo que le sucedía a quienes veían a la Olimpia del relato Die Sandmann de Hoffmann (1817) o lo que experimentaba Ripley en la saga Alien a la hora de lidiar con los sintéticos. Podemos exponer la hipótesis de Mori de manera sencilla: aunque el aspecto humanoide de un robot facilita la relación empática de los seres humanos hacia estas máquinas, hay un umbral en el que esta relación positiva descarrila. Entonces, superado ese punto de no retorno en el que la máquina es demasiado humana la reacción ya no es empática, sino de profundo rechazo, cuando no repugnancia. Tradicionalmente hemos asumido que esta hipótesis se aplica a la apariencia del robot, pues tanto su motricidad como su recubrimiento (la apariencia de tejidos vivos, naturales, como la piel) son auténticos retos para nuestra tecnología todavía hoy; esto incluye también la síntesis de voz e incluso la capacidad discursiva. Sin embargo, deben considerarse también las relaciones humano-máquina no dependientes de la entidad física: el desarrollo de la inteligencia artificial es una carrera tecnológica independiente de la robótica, pese a que la ciencia ficción las ha mantenido unidas en muchas de sus creaciones.

Del mismo modo, la simulación de inteligencia tiene muchos y diversos frentes abiertos. El procesamiento de lenguajes naturales, por ejemplo, es clave para establecer una interfaz de comunicación con un sistema informático (esto es, una máquina) en la que nosotros podamos expresarnos con normalidad y esta respondernos con expresiones humanas tras haber procesado correctamente nuestro mensaje, lo que implica también elementos muy complejos como la ironía o el humor. Que podamos preguntarle a Siri —el asistente virtual del iPhone lanzado a finales de 2011— qué tiempo va a hacer y nos conteste valorando si hará calor o frío es, en sí mismo, un importante logro pero está muy lejos todavía de mantener una conversación insustancial que es, quizá, el epítome de la inteligencia humana. Los métodos para progresar en este terreno son diversos, como aumentar la conectividad con bases de datos especializadas, mejorar la flexibilidad lingüística (lo que entiende y lo que produce), aumentar su vocabulario, etc. Pero según Mori, llegado un momento nos puede crear rechazo una excesiva imitación de la voz y la capacidad lingüística de una persona o, al menos, una respuesta emocional extraña en el terreno de la logizomecanofilia, pues sin referente físico parece más compleja una agalmatofilia, si bien esta podría orientarse hacia diferentes mecanofilias e incluso a atracciones de virtualidad.

En su intervención teatral, los robots humanoides pueden llegar a producir las mismas reacciones, las mismas filias y fobias, previstas por Mori. Es el resultado de la mediación de lo técnico en su búsqueda de lo humano dentro de la realidad que nos rodea. En la virtualidad, dentro de los mundos ficticios y sintéticos, las percepciones son otras.

3. Esquizofrenias digitales en el theatrum mundi de la red

Aunque se suele asumir una equivalencia 1:1 en la identidad en red, es decir, que tras una identidad sintética (un avatar) exista una persona, no debe perderse de vista la la posibilidad de que una única entidad (un avatar) sea controlada por múltiples personas: si la entidad digital es una entidad avatárica, y por tanto, una marioneta en un escenario de digitalidad controlada por quien se esconde al otro lado de la pantalla, hay una acción teatralizante y performativa que puede tener a varios actores moviendo los hilos. Esto es común, sin ir más lejos, en perfiles sociales de celebridades o políticos. A nadie le resulta extraño que un político, por ejemplo, tenga una cuenta en la red Twitter pero que no sea él mismo quien publica (salvo ocasionalmente), pues tiene para ello un gestor de imagen o un responsable de comunidades virtuales (un community manager), o quizá incluso una o varias empresas gestionando su imagen pública. El constructo social de la imagen pública es en sí mismo una avatarización, un conjunto complejo de máscaras sociales proyectadas para conseguir los beneficios deseados, como el beneplácito del pueblo o la admiración de colectivos determinados.

La imagen pública de un famoso es una macroidentidad habitada por múltiples gestores como resultado de los intereses entre lo que conviene hacer y decir, lo que se desea hacer y decir y lo que hace y dice la persona real bajo los condicionantes o no de los elementos externos. En realidad, esto no es nuevo pero la presencia digital de las celebridades, políticos y empresarios en los espacios virtuales ha reforzado la necesidad de gestionar estas identidades recurriendo, habitualmente, a la primera persona: no produce el mismo efecto un tuit escrito (en apariencia) por una persona determinada que si ha sido escrito por un empleado o incluso un colectivo de profesionales. La potencia de la fuerza egotista es tal que no resulta extraño que haya gente que sea consciente de que una persona determinada no tuitea o actualiza su perfil de Facebook pero que eso no le importe a la hora de dirigirse a ellos por esos medios buscando una comunicación de tú a tú.

Toda esta mascarada de la identidad en el entorno virtual se produce, sin embargo, en un panóptico tecnológicamente casi perfecto. Luego, cabe preguntarse hasta qué punto se justifica todo el baile de avatares más allá del control sobre las relaciones interpersonales horizontales, pero desde luego no hacia instancias superiores o aquellas que estén dotadas de los mecanismos de vigilancia y control del panóptico de la red.

No ha sido hasta la llegada de internet cuando la sociedad ha aceptado la pérdida prácticamente total del anonimato y la privacidad, atribuyéndole en ocasiones la capacidad panóptica que hasta entonces se reservaba a la religión o la distopía: fuezas divinas o casi divinas que lo observan y juzgan todo a la espera de dictar su sentencia. Bajo las herramientas de anonimato (los avatares, la proliferación de máscaras, etc.) subyace una tecnología de control del usuario medio que permite a la empresa privada (en el más optimista de los casos) almacenar todo su historial de navegación, leer sus correos electrónicos, etc.

Esta información y su acceso pueden estar regulados hasta cierto punto por los sistemas legislativos de los diferentes países, pero no deja de ser una cantidad ingente de información que es almacenada y clasificada sobre cada usuario y que puede ser accedida por usuarios malintencionados o por agencias gubernamentales que no tengan la privacidad de los ciudadanos entre sus preocupaciones.

La sociedad de internet es, por tanto, benthamiana[1] más que orwelliana; el matiz es importante: se está siendo potencialmente observado en todo momento. Incluso si nuestras acciones en internet no están siendo observadas ahora mismo, sí están siendo almacenadas y, por tanto, su consulta es posible posteriormente. No hay represión ni control constante, sino la amenaza real de una vigilancia absoluta pero por ahora diferida que puede estar ejecutándose o no. No vivimos bajo el objetivo de la cámara continuamente, sino bajo la posibilidad continuada de que puede haber un objetivo. La amenaza de saber todo lo que se ha hecho (qué webs se han visitado, qué libros se han consultado, qué canción se ha escuchado, qué archivos se han descargado, etc.) es una realidad posibilitada por la técnica. Por tanto, no debe extrañarnos que la propia IP sea en sí misma una presencia avatárica que identifica realmente a quien se encuentra tras una conexión determinada y que muchos de los procesos de hackeo impliquen precisamente no ser descubierto. Dicho de otra manera, no resulta tan difícil para un cracker atacar una web y sustraer sus datos como hacerlo sin ser detectado e identificado por las autoridades.

La (auto)exclusión de la sociedad red (en su totalidad o solo en parte) puede deberse tanto a valores neoluditas como a una atribución de un fuerte valor a la identidad y la privacidad. En tal caso, se concede tanto valor al espacio propio que la medida es no compartirlo en el panóptico digital, donde cualquier movimiento es observado potencialmente por uno o más ojos escrutinadores que registran cada paso. Esta ausencia deliberada puede percibirse como un movimiento opuesto a la exaltación ególatra del yo en la red social, pero lo cierto es que la ausencia total y voluntaria de la sociedad digital es la otra cara del mismo planteamiento egotista.

Así pues, la presencia y la ausencia de los mundos sintéticos del individuo son declaraciones potencialmente egotistas y en ciertos casos extimistas. Por supuesto, el extimismo sí conlleva la construcción de uno o más espacios de presencia y esto puede ser empleado para retratar fragmentariamente (o incluso ficcionalmente) al individuo, pues las herramientas de constitución de la identidad que se dan en la red facilitan el uso de las máscaras avatáricas. Incluso las redes o sistemas que exigen la identificación con nombres y apellidos, como Facebook, están repletas de usuarios que optan por no darlos; esto puede conllevar en ocasiones la expulsión (o amenaza de expulsión) del sistema, momento en el que el usuario deberá valorar el peso específico de su voluntad de anonimato total frente al deseo o necesidad de emplear ese servicio. La política de exigencia de datos reales no puede extrañarnos, pues evidentemente nuestros propios datos son el producto de mayor valor para esta empresa y cuanto más acertados y fieles a la realidad sean, más valor tendrán.

4. Machinima: los títeres virtuales

En el mismo contexto de virtualidad se sitúan los videojuegos y sus mundos sintéticos, de diferente complejidad en su alcance y relaciones (por ejemplo, en función de si son mundos masivos en línea o aislados y autocontenidos). El videojuego y su implicación con el mundo real como vinculación intermedial ha tenido un espacio de relevancia en la ficción de finales del siglo XX.

De este modo, la relación medial entre el videojuego y otras áreas de las formas de expresión y narración audiovisual ha sido abordada en múltiples ocasiones por esos mismos medios prestando una particular atención al fenómeno de causalidad de la acción virtual sobre el mundo real. Esta relación se evidencia muy especialmente en el caso de WarGames (Badham, 1983), película en la que un joven conecta de forma inesperada con un superordenador del sistema nuclear de EE. UU. y accidentalmente le hace creer que está realizando una simulación bélica ante un posible ataque ruso. La realidad es que no hay simulación: la acción va a ser real y se está, por tanto, a un paso de dar el pistoletazo de salida al holocausto nuclear.

Una premisa similar, en la que ya entra en juego el componente humano sobre la simulación que finalmente resulta ser una realidad la tenemos en The Last Starfighter (Castle, 1984): el videojuego con el que Alex Rogan (Lance Guest) pierde el tiempo hasta ser un auténtico maestro es en realidad un sistema para detectar y reclutar héroes de guerra diseñado por una civilización alienígena: un sistema para entrenar pilotos que puedan sumarse a su lucha intergaláctica. Los contenidos del videojuego representan un conflicto real, sí, pero la batalla no se ha librado todavía. Rogan no ha combatido de verdad y para ello es llevado hasta la base estelar de esta civilización, mientras dejan una réplica —un androide— ocupando su lugar en la Tierra para que la gente no sepa que ya no está entre ellos.

El siguiente paso es, por supuesto, que el videojuego sea la propia guerra real: eso es exactamente lo que descubre el protagonista de Ender’s Game, la novela de Orson Scott Card que se publica originalmente en 1985, pero que tiene su germen en un relato corto del mismo nombre publicado en el número de agosto de 1977 de la revista Analog Science Fiction and Fact. El elemento sorpresivo que presenta la novela es que cuando Ender es entrenado para ser el gran general de la guerra de los humanos contra la amenaza alienígena y llega a su prueba final en esta ya no estaba practicando con simulaciones, como creía, sino coordinando a las tropas de verdad. Los personajes del videojuego-simulador que morían eran personas reales que morían en el campo de batalla. Las vidas que sacrificó como virtuales, como parte de un videojuego, para conseguir una victoria pírrica en la gran batalla final eran auténticas, pero él no lo sabía: la dura realidad le es desvelada solo cuando la guerra ya se ha ganado[2].

Ender es, en definitiva, un titiritero, aunque no lo sabía: todo comandante que guía a las tropas lo es. Pero el videojuego puede adoptar una visión plenamente titiritera cuando se emplea no con el objetivo estricto de jugar, sino para componer historias o coreografías, un fenómeno de teatralización digital conocido como machinima (esto es, machine más cinema). Aunque en un primer momento se asoció casi unívocamente a su uso con versiones modificadas de juegos para PC durante los años noventa, en la actualidad han experimentado un fuerte crecimiento gracias, en buena medida, a la mayor difusión que se ha alcanzado con los portales de vídeo en línea, como YouTube. El primer proyecto de este tipo se considera que es el cortometraje Diary of a Camper (Van Sickler, 1996)[3], realizado por un grupo de aficionados al videojuego Quake (id Software, 1996). En sentido técnico, no se publicó como un vídeo, sino como una demo no interactiva (es decir, se ejecutaba directamente sobre el código del juego y el usuario era un simple espectador). Hoy en día hay múltiples canales en YouTube y otros portales especializados en crear vídeos de este tipo utilizando videojuegos populares, desde títulos de acción hasta simuladores. El control sobre los personajes puede ser directo, en la medida en que haya un usuario controlando al avatar directamente, o bien mediante la intervención de código informático que defina qué debe hacer el personaje.

Hubo unas primeras aproximaciones con Doom (id Software, 1993), el predecesor del citado Quake porque el juego facilitaba guardar los datos de las partidas para poder verlas después. Es en este momento cuando empieza a nacer la cultura de grabar y distribuir las partidas con un videojuego, algo que está en boga en estos momentos gracias a las emisiones en sistemas de vídeo en línea como Twitch, que se han integrado ya en muchos videojuegos e incluso consolas domésticas. Lowood describe esta situación en los siguientes términos:

Spectatorship and the desire to share skills were the cornerstones of the creation of a player community eager to create and distribute gameplay movies. The result was nothing less than the metamorphosis of the player into a performer… [As a result] game-based moviemaking has woven technology, virtual communities, play, and public performance together. (2005, 13-14)

Aunque el videojuego pone al usuario en el centro de la acción, en cualquiera de los diferentes papeles que puede plantear un sistema de ocio electrónico, se mantiene una pulsión extimista, actoral, de exhibición de lo logrado (como en las partidas retransmitidas en línea) o de narración de historias (como en las machinimas). El jugador asume, como indica Lowood, el doble papel de ejecutor de la acción y de intérprete de esa misma acción, guionizada o no, que se vuelve pública.

El jugador es, en cualquier caso, un ejecutor de la acción, un intérprete a través del personaje que controla. Esta actuación (en su sentido más propio de Broadway) se da también en las redes y sistemas sociales en las que se opta por ser quien se desea ser, tanto una persona completamente inventada como una parte de nosotros mismos. La parte triunfante y exitosa puede ser la escogida para ser retratada en una red social y la más siniestra la que se desahoga escondida bajo un nick en otro espacio digital.

5. Conclusiones

El jugador es un manipulador de mundos a través de los personajes o elementos que controla (pues en algunos títulos la acción se realiza indirectamente o sobre el mundo, no sobre los personajes). Tiene una capacidad demiúrgica en algunos casos, según las atribuciones que le conceda el diseño del mundo sintético en el que interviene, pero es al menos un titiritero que actúa sobre su Karaguiosis (en referencia al arquetipo de personaje protagónico en el teatro de sombras clásico griego) ejerciendo así una doble función (entidad superior que mueve los hilos y protagonista de sus mismas acciones a través del avatar).

La machinima parte de la capacidad como titiritero del jugador o del colectivo de jugadores implicados en la acción guionizada (o improvisada) en la que los mandos e interfaces múltiples de los videojuegos empleados son los hilos con los que mueven a sus personajes. A partir de aquí, el conjunto de herramientas del propio juego o las estrategias de montaje audiovisual (del juego o a través de herramientas externas, profesionales o amateur) permiten una construcción dialógica más allá de la mímica y una secuenciación y montaje que integra los múltiples elementos del lenguaje cinematográfico.

De este modo, a partir de la normalización avatárica y la concepción del personaje virtual como trasunto y máscara del usuario, esta entidad sintética se convierte en la herramienta que canaliza la capacidad actoral del usuario. No hay una huella biológica (en la medida en que toda acción es la permitida por el videojuego) pues esta se disuelve en la digitalización de los comandos a través del input de los sistemas de control, si bien puede filtrarse hasta el juego si se opta por estrategias de doblaje. Puesto que la imagen es generada íntegramente por la computadora al emplear los recursos del videojuego, la capacidad actoral biológica solo puede filtrarse mediante la intervención de factores externos como la voz al superponer pistas de audio o grabarlas e incorporarlas en directo a través de los sistemas integrados de chat de voz que muchos de estos títulos incluyen cuando están orientados al juego comunitario en línea y se trasciende, así, el cine mudo como referencia estético-narrativa principal.

La machinima tiene un germen titiritero. Los hilos invisibles del mando establecen la base fundamental de la narración virtual y definen la base principal de hasta dónde puede llegar en su capacidad expresiva fundamental. Su aprovechamiento de las técnicas cinematográficas, la mezcla de pistas sonoras, y la capacidad para montaje acercan este acto performativo al cine pero le resulta imposible abstraerse de sus raíces de tal manera que se establece en un espacio intermedio de hibridación entre los ejes del teatro de marionetas, los videojuegos y el cine.

Bibliografía

Allen, Woody (dir.) (1983). Zelig. Orion Pictures.

Badham, John (dir.) (1983). WarGames. United Artists/Sherwood Productions.

Bentham, Jeremy (1780). Panoptique: mémoire sur un nouveau principe pour construire des maisons d’inspection, et nommément des maisons de force. París: Étienne Dumont, ed. 1791

Bernard, Raymond (dir.) (1927). Le joeur d’échecs. Société des Films Historiques.

Card, Orson Scott (1985). Ender’s Game. Nueva York: Tor Books.

Castle, Nick (dir.) (1984). The Last Starfighter. Lorimar Film Entertainment / Universal Pictures.

Diderot (1778/1830). La paradoja del comediante. Madrid: Espasa Calpe, ed. 1920

Escandell Montiel, Daniel (2010). “El escritor convertido en actor: El blogonovelista en su teatrillo”. Despalabro, ensayos de Humanidades 4: pp. 1039-1043.

Hoffmann, E.T.A. (1817). El hombre de la arena. Valencia: Brosquil Edicions, ed. 2006.

id Software (1993). Doom. EE.UU.: GT Interactive.

id Software (1996). Quake. EE.UU.: GT Interactive.

López Pellisa, Teresa (2013a). “La pantalla en escena: ¿Es teatro el ciberteatro?”. Letral 11: pp. 24-39.

López Pellisa, Teresa (2013b). “Teatro de robots: actores mecánicos con alma de software”. Ed. José Romera Castillo. Teatro e Internet en la primera década del siglo XXI. Madrid: Verbum. pp. 219-234.

Lowood, Henry (2005). “Real-time performance: Machinima and game studies”. iDMAa Journal 2 (1): pp. 10-17.

Mori, Masahiro (1970 [2012]). «The uncanny valley». IEEE Robotics & Automation Magazine 19 (2): pp. 98-100.

Neveldine, Mark y Brian Taylor (dirs.) (2009). Gamer. Lionsgate.

The Assembly Line (1992). Stunt Island. Reino Unido: Disney Interactive.

Van Sickler, Mike (dir.) (1996). Diary of a Camper. Independiente.

Wardropper, Bruce (1983). “El horror en los distintos géneros dramáticos del Siglo de Oro”. Criticón 23: pp. 223-240.

Caracteres vol.4 n2

· Descargar el vol.4 nº2 de Caracteres como PDF.

· Descargar este texto como PDF.

· Regresar al índice de la edición web.

Notas:    (↵ regresa al texto)

  1. En referencia a Jeremy Bentham, filósofo que diseñó el panóptico (1780): un centro penitenciario imaginario en el que se puede observar en todo momento y lugar a los reclusos sin que estos sepan en realidad si están siendo observados. Esto implica que la observación constante y sin opción de privacidad es real en todo momento, pero no precisa realizarse porque al saberse observados potencialmente en todo momento la vigilancia deja de ser necesariamente estricta. Esto implica control por paranoia para cortar de raíz las conductas reprobables en dicho centro penitenciario.
  2. No deja de ser curioso en cuanto a la percepción de la violencia y la percepción pública del valor de la vida, que, frente al engaño que se somete a Ender (y a los demás niños), en Gamer (Neveldine & Taylor, 2009) —de la que hemos hablado en anteriores páginas— todo el mundo sepa que están jugando con la vida de personas reales solo por diversión y eso no parezca afectarles lo más mínimo.
  3. Hubo, sin embargo, movimientos que pueden considerarse los precedentes principales de este cortometraje ya en los años ochenta, y en 1992 se publicó el videojuego Stunt Island (The Assembly Line) que tenía como objetivo principal utilizar los recursos del título para coreografiar secuencias gracias al uso de las muchas cámaras que ofrecía el título. De este modo, en la isla que albergaba el mundo del juego había diferentes sets cinematográficos y se podían crear escenas de acción (de ahí su título, vinculado a los especialistas del cine) y luego montar la escena con un editor de vídeo bastante completo para la época.

Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital | ISSN: 2254-4496 | Salamanca