He leído ya varias veces que la llegada del libro digital produce cierta animadversión entre el colectivo de los bibliotecarios. Me temo, sin embargo, que es una de esas situaciones en las que una afirmación de este tipo puede aplicarse, sin duda, a las personas rígidas y sin capacidad de adaptación de ningún tipo, marcadas por un fuerte sesgo que comparten con ese espécimen de universidad que es el catedrático que se horroriza cuando descubre que hay una cosa llamada OpenCourseWare que cuenta con el respaldo de instituciones tan relevantes como el MIT (que para eso es el responsable de la criatura.
Se trata de ese temor, en todo caso, vinculado a perder un control férreo sobre lo que hacemos y someternos a cierta exposición pública. Es decir, que lo que hacemos (en el caso docente, lo que enseñamos y cómo lo enseñamos) pueda ser cuestionado al hacerlo disponible para todo el mundo. Sospecho, pues es solo una intuición, que el bibliotecario que se siente atemorizado por el libro electrónico experimenta o bien ese temor a saber que su trabajo puede ser escrutado o bien el temor a perder su trabajo en manos de una máquina de tejer, que diría Ludd. Podemos incluso lanzar algún comentario malicioso y dar por sentado que el único trabajo de un bibliotecario es coger los libros y ponerlos en el estante que les toca. Y luego el comentario realista indicaría que no es así, en ninguna circunstancia, pero que hay mucho listo que no hace ni eso. Por lo de la estigmatización social del funcionario, principalmente.
Pero no es este lugar ni momento para hablar de los malos profesores y los malos bibliotecarios, sino de algunos de los problemas generados a través de una implementación defectuosa del libro electrónico y no de la tecnología en sí misma. No hace mucho, el Washington Post publicaba un interesante reportaje sobre los problemas de las bibliotecas estadounidenses a la hora de conseguir que las editoriales aporten fondos en el ámbito del libro digital. Es decir, se genera un problema antes incluso de llegar a la cuestión esencial de si la biblioteca, como núcleo esencial de cultura -cada vez más aislado y dejado a la deriva por injustificables medidas políticas- debe garantizar el acceso no solo al libro digital (como objeto de lectura) sino también al lector electrónico de los mismos (como soporte físico de acceso al objeto cultural).
El periódico estadounidense retrata a las editoriales en su artículo, con políticas tan surrealistas como pretender que las bibliotecas tengan que renovar la licencia de un libro digital cada 26 préstamos. Lo arbitrario de la cifra es solo una muestra más de la senda hacia la locura que siguen estas empresas que siguen sin aprender prácticamente nada de los cambios de paradigma hacia lo digital que ya han experimentado otras industrias culturales y de ocio. No es de extrañar que los bibliotecarios pusieran el grito en el cielo.
Dada la escasa capacidad de maniobra independiente que muestra Europa en general -y, seguro que lo veían venir, España en particular- podemos esperar que las medidas más extendidas en nuestra región vayan precisamente en esa dirección, esto es, en una lucha que no puede ser respaldada moralmente para sangrar a las bibliotecas (que, recordemos, hacen un servicio público necesario que no es defendido en los términos necesarios por los gobiernos) recurriendo, una vez más, a la vieja excusa de la piratería. Pero eso es solo un caso de ignoratio elenchi de primer orden que se sustenta en pretender que cada unidad pirateada es una venta no realizada. Es una clara falta de madurez en la comprensión de la cibersociedad, pues es como pretender que cada canción que suena en la radio es un tema menos comprado en iTunes.
Se trata de una discusión abierta ya en nuestro ámbito que se ha enfocado desde un claro rigor en los estudios realizados, lo que nos permite ver que se trata de un camino lleno de posibilidades capaz de ofrecer soluciones relevantes para la distribución del conocimiento en la sociedad. Todavía debe explorarse a fondo la senda del préstamo íntegramente digital, en la medida en que con mi propio lector pueda acceder al libro digital que yo desee del fondo bibliotecario a través de su propia web o aplicación informática. Debemos plantearnos si tiene sentido que se limiten las copias disponibles, imponiendo limitaciones materiales a objetos digitales, sobre todo en relación a la capacidad de negocio de las editoriales, pero sin que esto llegue a suponer restricciones difíciles de justificar.
Mientras tanto, las bibliotecas deberían trabajar en aumentar su catálogo digital, partiendo de la base de que la demanda va a crecer en la medida en que aumenta la disponibilidad de lector electrónicos en los hogares y se pierda cierto temor ante los mismos. Asimismo, aunque un libro digital tiene la ventaja de que no puede ser deteriorado o sustraído, los lectores sí son susceptibles a este tipo de conductas vandálicas y las bibliotecas -de esto estoy plenamente convencido- deben garantizar a sus usuarios el acceso a los dispositivos de lectura.
Con todo, la cesión del lector electrónico puede suponer graves inconvenientes derivados de un trato negligente lo que podría forzar la sustitución de estos dispositivos o reparaciones regulares, lo que en ambos casos implica un lastre económico evidente. Es, principalmente, un problema de educación social, y no hablo sobre hipótesis: ya he visto cómo fondos informáticos de bibliotecas han sido víctimas de actos de vandalismo evidentes -aunque aislados-, tanto en la forma de lectores electrónicos con la pantalla dañada por lo que solo puede hacerse con una fuerte fricción de llaves, como en la de ordenadores portátiles con teclas arrancadas. Mucho me temo que sus usuarios potenciales han sido estudiantes universitarios, así que no sé si eso me hace temer más por lo que pueda suceder en bibliotecas donde el perfil del usuario medio no tenga ese nivel de formación o si, por el contrario, esas personas sabrán apreciar mejor el hecho de que no tiene ningún sentido dañar lo que es de todos.
En este caso, habría que saber si el coste económico que le supone a una biblioteca afrontar la reposición de libros sustraídos o dañados (cuando se hace, que no siempre es así) se vería compensado con el coste de hacer lo propio con los lectores electrónicos, dado que no podemos contar en ningún caso con el interés de los diferentes gobiernos (con independencia de su orientación ideológica) a la hora de promover un mayor acceso a la cultura. Y, si se produce un desfase económico, entonces sí, los bibliotecarios podrán echarse las manos a la cabeza. Y con ellos, todos nosotros.