Hay algo en las obras de David Llorente (Madrid, 1973) que traspasa el negro sobre blanco, de tal forma que hay que leerlas con todos los sentidos en las manos. Madrid:frontera (2016) tiene como banda sonora una lluvia eterna y negra, que transforma todo lo que toca hasta lo más íntimo y profundo. En Te quiero porque me das de comer (2015) no es difícil asomarse a los ochenta más oscuros, aquellos de los gimnasios cutres de barrio y las alarmas de los coches a los que acaban de dar el palo.
En Kira (1998) nos acompaña el lamento de una perra que llora amargamente a una luna sin respuesta y el aullido atávico de una vieja enferma que anuncia la perentoria necesidad de la muerte para una vida que se agosta sin remedio.
De este madrileño afincado hace años en Praga destaca su capacidad para crear ambientes y mundos con los que uno empatiza y hacen que definitivamente se le odie o se le adore, porque es difícil que una de sus obras pase desapercibida o no cale hondo en el lector (lo cual, dicho sea de paso, es un mérito enorme).
En estos días se reedita Kira (1998) y podemos decir sin lugar a dudas que estamos de enhorabuena. Por un lado, es síntoma de que se apuesta por una voz sorprendente, por lo atrevido de su propuesta, y por otro una consecuencia de un autor que está trabajando con mucha solvencia y del que esperamos que mantenga su actual estado de gracia.
Kira, es una novela de juventud, escrita cuando Llorente todavía no había hecho su viaje a Praga, en su primera etapa en Madrid. En sus páginas se aprecian muchos de los vicios de un autor novel pero al mismo tiempo asistimos al prometedor comienzo de un escritor con un estilo reconocible ya desde sus primeros pasos.
Es una obra de sorprendente actualidad, aunque fuera publicada en los 90, no tema el lector adentrarse en una lectura nostálgica y anclada en un momento del pasado. Entre los temas que aborda están la soledad y el miedo al pasado, la corrupción política, los concursos literarios, las decepciones vitales y las capacidades amatorias de los profesores de latín.
El primer protagonista de esta historia es un perdedor obsesionado con su pasado, que vive amargado, luchando contra la naturaleza, encarnada en este caso por una plaga de babosas que le persigue cada día. Nuestro perdedor está enamorado una mujer que no tiene par en el pueblo en el que viven: Felisa, la cajera del Día. Sin embargo, el amor del perdedor no es correspondido porque ella realmente está enamorada del pescadero del pueblo, un hombre con mucho más carisma y capacidades de las que nuestro fallido Romeo será nunca capaz.
La historia del perdedor enamorado es una mera excusa para abordar todo lo que ocurre en el lugar maldito en el que vive. Un mundo a caballo entre un Macondo en horas bajas y el Jardín de las delicias. El perdedor lo es de una forma tan desoladora, que ni siquiera tiene nombre ni pasado, salvo unas fotografías que custodia entre la vergüenza de un ser abandonado y el rencor del orgulloso que no olvida.
El segundo protagonista es un profesor de clases particulares de latín, enamorado de la hija del perdedor, que es una aspirante a novelista y joven promesa literaria. Es el narrador de la historia, el que nos proporciona uno de los puntos de vista más importantes y quien nos da la perspectiva necesaria para que la historia adquiera una pátina reconocible, clave para comprender muchos de los misterios que acosan al perdedor.
El tercer protagonista sin duda es el pueblo/ciudad donde se localiza la historia, ya que es un universo vivo por sí mismo y con unas reglas que evidencian la influencia del realismo mágico en boga en los noventa. Se trata de un mundo difuso en el que tienen lugar diversos fenómenos sobrenaturales y donde se desafía la lógica de acontecimientos y situaciones, algo común en otras obras de Llorente (en novelas como Madrid:frontera, Te quiero porque me das de comer, El bufón y en algunas de sus obras teatrales: Los cisnes de Chernobyl, Don Juan o Roja Caperucita).
Los mundos que es capaz de perfilar Llorente poseen una coherencia extraordinaria y están sólidamente cimentados, incluso en sus obras más breves. Para apreciar en su justa medida estas obras hay que entrar en cada uno de estos mundos y zambullirse en la realidad que proponen, ya sean un inmenso mar negro habitado por sirenas o el insomnio de un Carabanchel asolado en sus peores años.
Llegado a este punto se me hace obligatorio un inciso: antes de leer a Llorente, deshágase de etiquetas (novela negra, relato fantástico, anti/utopía, realismo mágico) y sumérjase simplemente en el placer de la lectura, ya que ninguna encaja al cien por cien con las críticas y el propio autor no está por encasillarse. Cada obra da un giro de 120 grados sobre lo que algunos esperan de él, para solo hacer concesiones con el lenguaje y la creación de imaginarios en los que arrojar sus personajes de ficción.
La trama se va completando página a página gracias a los personajes y lugares que van apareciendo con la lectura, con ese manejo de las subtramas que el autor domina con gran maestría, de tal forma que es difícil aventurar la diferencia entre caracteres secundarios y principales.
Kira, ejercicio de estilo
Llorente es un autor en el que siempre es reconocible el poso de sus lecturas, de forma que este gusto metaliterario (el propio oficio de escribir después de otros) enriquece sus textos y aporta lecturas complementarias. Asimismo no hay que dejar pasar también el juego que suelen dar los títulos de sus novelas, que juegan un papel importante y que en Kira es tremendamente esclarecedor.
Por las páginas de Kira pululan posibles referencias a los autores de la década de los 50, su tratamiento colectivo de la narración evoca a Cela y el sufrimiento sin límite de algunos personajes nos recuerda a grandes personajes sin voz, pero con inigualable fuerza narrativa como la niña chica de Delibes en Los santos inocentes, o como Mario en La familia de Pascual Duarte.
Este regusto por narradores comprometidos como Goytisolo, Cela, Delibes o Blas de Otero es reconocible en otras de sus obras, sin dejar de lado las lecturas de un narrador cosmopolita que conoce bien la narrativa fantástica y autores de muy diverso cariz y calado: desde Kadaré, Oz, Marai, Symborzka a Darío Fo, por nombrar algunos de los nombres que sugieren sus páginas.
En Kira se vislumbran algunas características de lo que ha sido la obra posterior de Llorente, tanto en su vertiente como novelista, como en la de dramaturgo. Esta novela ensaya algunas de las técnicas narrativas que después han sido desarrolladas con mucho éxito en su obra posterior. De Kira (1998) a Madrid:frontera (2016) han pasado casi veinte años pero se trata de una obra fundamental para entender la narrativa llorentiana, el desafío que propone y el cuidado en el uso del lenguaje como vehículo de expresión, forma y fondo.
Si bien es verdad que se trata de una novela temprana, desde el primer párrafo, si hacemos una lectura atenta, nos damos de bruces con una solemne declaración de intenciones: el autor cuida su expresión con precisión de cirujano.
Cada capítulo tiene una estructura casi cerrada, de un día o al menos de una sucesión de acontecimientos que poseen un orden aparente. La novela toma como elemento proteico el párrafo, que se hilvana a través de una sintaxis urgente y acumulativa que pretende dar orden a todo el caos que materializa la trama.
Su lectura se hace muy sugerente, tanto en la soledad de una habitación a media luz como en una representación para leer en voz alta. El ritmo que imprime a las oraciones crea efectos y paronomasias que sirven para caracterizar el estado de consciencia de los personajes y al mismo tiempo condicionan la velocidad de lectura, de tal forma que se podría decir que el autor en cierto modo controla la velocidad de procesamiento de sus páginas.
La concisión y la necesidad de reflejar en el texto solo lo que parece imprescindible, dejando de lado la descripción superflua o la frase de relleno complaciente son algunas de las señas de identidad que se han ido forjando en la narrativa llorentiana, siendo Madrid:frontera la más contenida de todas, sin dejar de lado el trato magistral que se hace del tempo narrativo en Te quiero porque me das de comer, donde la palabra es el andamiaje en el que se sustenta todo el relato.
Esta forma de narrar deja casi sin aliento al lector, que asiste a una escritura veloz, que tiene muy poco de improvisada y que avanza con cada nueva palabra y desgarra con cada verbo gracias a la intensidad que imprime a cada uno de los párrafos.
No está nada mal para una primera novela.
La reedición de Kira es buena oportunidad para reconciliarse con la buena literatura , esa literatura comprometida con el contenido y cuidadosa con sus formas, que nunca pasa de moda, una maravillosa excusa para iniciarse en el imaginario de David Llorente. De verdad, estamos de enhorabuena.