La (in)consciencia del indígena digital: zona de confort

Estos últimos días hemos comentado tanto la percepción del espacio social del indígena digital frente al inmigrante como la percepción de dominio de las herramientas asociadas a la tecnología de red. Ahora nos centraremos en la zona de confort, es decir, en cómo el dominio -real o aparente- es fruto no tanto de la natividad digital como del uso prolongado de espacios comunes.

neuronas
Neuronas

No hay nada anómalo en ello: lo que hacemos cada día es lo que más dominamos. Es la razón por la que somos mejores en un deporte cuanto más lo practicamos o mejores en nuestro trabajo cuento más lo hacemos. Esto está relacionado pero no es necesariamente dependiente de las herramientas que se emplean para esa tarea, pues es igualmente sabido que cuando se sustituye un programa informático o método de producción hay un periodo de adaptación en el que debe volver a aprenderse el cómo ejecutarlo. Si baja la productividad no es porque los trabajadores sean malos de repente, sino porque deben adaptarse a un nuevo conjunto de herramientas.

Regresemos a la percepción -que hemos señalado en cada una de las entradas vinculadas a este tema- de que la habilidad del nativo digital es innata (por lo que el valor connotativo positivo asociado al concepto nace de parte del valor denotativo), pero el indígena es meramente oriundo. Por tanto, si hay una habilidad innata, el dominio del espacio digital no debe limitarse a un conjunto limitado de webs que se visitan regularmente y con cierta asiduidad, sino a la generalidad de la red (siempre y cuando se cumplan unos mínimos de usabilidad y diseño competente).

Como ya sucedió ayer, mis observaciones se basan en eso: en experiencia personal y en lo que yo mismo he percibido y no en un estudio extenso y profundo del comportamiento de los colectivos que son adscritos habitualmente al concepto de natividad digital.

En este caso, me gustaría destacar que la capacidad de adaptación a nuevos entornos de uso (como las interfaces, claro), algo muy vinculado con lo que comentaba ayer. He observado cómo varios usuarios dominan a la perfección espacios digitales como webs determinadas (Facebook, Tuenti, etc.) así como programas informáticos, algunos incluso considerados de relativa complejidad, como Photoshop e incluso Word con sus opciones avanzadas… y no se crean: mucha gente no sabe usar índices automáticos, sin ir más lejos.

Es lógico porque esas son sus herramientas de producción u ocio habituales, lo que las vincula directamente con lo que, insisto, decía en la anterior entrada sobre este tema. La cuestión no radica aquí en cambiar de una herramienta a otra, sino en cómo afrontar los cambios que se dan en las mismas. Con un paso de una versión de software a una más nueva es habitual que se introduzcan cambios destinados a mejorar la usabilidad y potenciar el uso directo y sencillo de las opciones más populares (o consideradas más populares por los estudios de uso e impacto que pueda hacer la compañía), pero no hay grandes cambios. Cuando los hay, es posible alienar a algunos usuarios. Francamente, yo llevo ya muchos años usando Mac y en menor medida alguna distribución de Linux y tengo varios problemas a la hora de volver a Windows si no utilizan la configuración de iconos y menús que ya muchos considerarán retro… o lo mismo con Word en sus últimas versiones para Windows, mientras que sí me manejo bien con la versión de Mac.

De la misma manera, es habitual que las webs cambien de diseño cada cierto tiempo. Hay que renovarse o morir: adaptarse a las líneas estéticas que estén de moda, mejorar la tecnología, introducir nuevas funciones… Es difícil saber cuáles son las reacciones en casa de cada usuario cuando le cambian algo en su sistema operativo o software habitual, pero prueben a rastrear cómo se pone el grito en el cielo cuando una web cambia su diseño. «¡No encuentro nada!», «no pienso volver» y múltiples menciones a la madre se suceden una tras otra cuando Facebook o cualquier web con cierta comunidad de usuarios, cambia.

Si somos malpensados (no hay que hacer un gran esfuerzo) podemos suponer que algunas páginas lo hacen para despistar a sus usuarios: cambian la configuración de seguridad por defecto, cambian el nombre de los menús, dónde están, y, oye, algo se ganará vendiendo esos datos o lo que sea. Muchos lo hemos pensado, aunque no es necesario caer en la paranoia: estos cambios en la inmensa mayoría de las veces son para mejorar la navegación por la web y punto. Pero el efecto que crea es alienación en los usuarios, al menos en la fase inicial, descontento y no es extraño que bajen temporalmente las visitas hasta que los usuarios cabreados regresen a la misma (lo que habitualmente sucede en un par de días: los que no vuelven suelen compensarse de sobras con los que llegan).

¿Cómo es posible que unos cambios, en ocasiones tan sutiles y carentes de importancia, creen dificultades en el uso a los nativos digitales? La lógica nos lleva a presuponer que no hay una habilidad innata en la navegación de interent per se, sino una creación de hábitos en las webs habituales que no siempre construyen un conocimiento profundo que les permita asumir cómo funcionará otra web diferente o cómo funciona la web cuando cambia algo. Si esos cambios crean problemas es porque inmigrantes digitales e indígenas digitales afrontan los mismos procesos de adecuación a los espacios digitales cuando estos cambian sin que haya claramente una ventaja en unos sobre los otros. Sí es cierto que una persona de cierta edad puede tener más problemas para extrapolar lo que le hayan enseñado en Office a un uso de OpenOffice, por ejemplo, pero quizá estamos aplicando un prejuicio tecnológico más que de edad cuando en realidad -al menos- los dos están operando y no son excluyentes. Es probable que su capacidad de aprendizaje no sea tan rápida como la de un joven que está inmerso todavía en el proceso formativo en la misma medida que es posible que tenga un obstáculo ante el uso de la tecnología en sí mismo. Al final ambos superarán el problema si necesitan usar ese servicio para una tarea o para disfrutar de su ocio, pero que surja en los dos es, en realidad, más significativo que la facilidad para superarlo.

Tras los puntos que hemos visto estos días, no podemos sino llegar a la cuestión definitiva: ¿son los nativos digitales un colectivo de usuarios con un uso innato de la red, como supone el término? ¿O es más bien un colectivo familiarizado con el espacio digital mediante un proceso de adquisición de conocimientos y destrezas que no es innato, pero sí más eficiente en algunos casos? Parece que presuponer que un niño tendrá, solo por el hecho de ser joven y vivir en el mundo contemporáneo de los países desarrollados, una capacidad operativa innata sobre el uso de ordenadores o tabletas, cuando en realidad es solo un proceso de aprendizaje en marcha que, al iniciarse a edad más temprana por estar en su contexto real desde el minuto uno de su vida, se funde con el resto de conocimientos del entorno. Esa es su ventaja: la mayor práctica, y no es una ventaja menor, ni mucho menos. Pero hay un falacia en el lenguaje y en la imagen que algunos estudios, con su prejuicio bien establecido, se esfuerza en asentar: los ordenadores, digan lo que digan personajes como Nicholas Carr, ni nos hacen más listos ni más tontos, ni, por supuesto, han alterado los procesos cognitivos, formativos ni las habilidades innatas de los humanos, ni en esta generación ni en las siguientes. Porque la evolución, simplemente, no funciona así.

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