Dice un mal chiste que hay dos clases de personas, las que se aburren entre anuncio y anuncio y las que lo hacen entre programa y programa de la tv pública.
Hace ya unos años que la publicidad es lo mejor de la televisión tradicional, ésa que se ha quedado anclada en un monitor estático, incapaz de ofrecer otra cosa que no sea la implacable dictadura del share y de extrañas estadísticas que rigen una parrilla incomprensible y procaz.
Valorar los anuncios publicitarios en su justa medida implica en muchos casos un mínimo de sensibilidad y tragaderas. Hay publicidad mala (y peor) pero también existen comerciales de bella factura, en los que la originalidad y la estética ocupan el primer lugar.
Podemos ver un anuncio y quedarnos fascinados por su composición, hasta el punto de olvidarnos de qué producto se anuncia. Y podemos odiar el Canon de Pachelbel por puro tedio y saturación publicitaria.
La publicidad ha estado presente en la vida humana desde que la escritura se convirtió en un pacto social, mediante el cual se transmitían mensajes complejos y algunas otras fruslerías, como el mejor vino del Mediterráneo llegado desde la Grecia Antigua pasando por otro tipo de manifestaciones más relacionadas con la propaganda política, de la que la publicidad es una hermana siamesa y bipolar.
El siglo XX supuso el auge de la publicidad como medio y fue un punto de inflexión que la separó de la propaganda mediante procedimientos legales. Series como Mad Men dan fe de ello. Por tanto, resurgió como un elemento fundamental de la sociedad de consumo, inseparable de ella y según algunos autores en cierto modo siendo un motor de la misma. En otro post comentábamos sin ir más lejos, cómo la publicidad puede llegar a hacerse con la propia identidad de un artista para un producto en concreto, en aquel caso, la firma de Picasso.
Si bien todo esto que comentamos es obvio, es posible encontrar opiniones en contra de la publicidad como arte de cierta envergadura, pese a figuras del arte como Dalí, o Warhol que la practicaron a discreción y muchas veces sin medir las reacciones de la posteridad, aunque ese es otro post.
Son muchos los directores que han salido de campañas publicitarias y algunas son obras maestras del humor e incluso ejemplos de lo que debería ser una buena narración cinematográfica.

Detrás de la fobia a la publicidad está el hecho de que los autores crean solo con propósitos mercantiles y de terceros, perdiéndose de vista muchas veces que el resultado es bien distinto del camino, este es el proceso formal que se ha llevado a cabo para crear la obra final. Como una bella cerámica griega podía tener un uso pragmático y un destino claro, el de un rico con pasta para comprársela y esclavos para verter su contenido, un buen anuncio puede estar enmarcado gracias a historias de bella factura y fabricado de los más nobles materiales, aunque estos sean puramente formales. Pero esto será otro post.
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