Seamos originales, hablemos de Baudrillard. De la economía política del signo,
concretamente. De cómo los signos son usados por la sociedad de consumo para convertir un objeto en sujeto, para celebrar cómo la sociedad se impregna de connotaciones y denotaciones y para comprobar que finalmente el signo fagocita a la sociedad convirtiéndose en una necesidad, y lo que es peor aún en un ente normalizado e incluso necesario para formar parte del estado del bienestar. Una vuelta de tuerca, en definitiva, imprevisible y sorprendente.
Cuando la publicidad llegó, para quedarse entre nosotros, tenía una función muy concreta, más allá de lo evidente: dar constancia de la existencia de un producto y de que alguien tenía interés en venderlo. Primero el objeto se daba a conocer y luego, si se podía, alguien iba a comprarlo.
Esto fue así desde los asirios hasta el siglo XIX, momento en el que algunos se pusieron poéticos y crearon un monstruo que todo lo fagocita y en el que todo cabe.
La vuelta de tuerca vino dada por el momento en el que a alguien (y ese alguien tiene nombres y apellidos: David Ogilvy) se le ocurrió que la publicidad podría tener un reverso tenebroso. Ya no solo sería unívoca y unidireccional, de manera que anunciara un producto, sino que el producto llegaría a ser lo menos importante del hecho comercial en sí. Este golpe de teatro fantástico vino dado por el desarrollo de entes poco desarrollados hasta el momento: la marca y el logotipo. Digamos que hasta los años 50 todo esto tenía un sentido puramente comercial y que luego la sociedad de consumo se volvió loca por los anuncios. Bien, obviemos que las maniobras propagandísticas ensayadas en la primera y segunda guerras mundiales puede que algo aportaran al asunto, al acostumbrar a la población a consumir ideología en carteles y vallas. También obviemos aquello de la aparición de los diferentes NO-DOS, ya en los años 30, junto con la radio masificada. Esto son “minucias” de las que nos ocuparemos en otro post y que no han recibido muchos Emmy por una serie de tv.
El caso es que, como comentábamos, a partir de los felices 50 todo se llenó de batidoras y American Way of Life y se empezó a asociar una marca con connotaciones que automáticamente parecían imprimirse en el producto anunciado: la hombría del cowboy de Chesterfield (y desde los 90 su caída en desgracia), la femineidad mariliniana de Chanel N. 5 o la diversidad y el buen rollo de United Colours of Benneton, por poner algunos ejemplos. A los que no todavía cuentan sus años por veintenas les puede sorprende lo que Klein cuenta como verídico: antes de los 90 no era tan usual que nuestros cuerpos estuviesen plagados de logos y de marcas.
Las camisetas blancas eran blancas y los cowboys iban de John Wayne.
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