El otro día señalábamos en un post algo opaco que una de las características de la sociedad de mediados del siglo XX es la conversión de los objetos en signos por mor de la publicidad. En esta ocasión quisiera explicar cómo se produce ese proceso y tratar de forma breve la manera en la que esto se lleva a cabo, por ser este un rasgo en mi opinión que define de manera muy apropiada muchos de los aspectos sociales y económicos de buena parte del siglo XX y aún del XXI.
Madrid Cánovas en sus estupendos trabajos, recomiendo desde aquí la hermosa antología de publicidad española que compiló en 2010, Los signos errantes, nos dice que la publicidad puede llegar a explicarse obviando criterios puramente económicos. Este hecho es cuando menos curioso, dada la naturaleza comercial de este tipo de relato (llamémoslo así) tan propio de la sociedad de consumo porque si, por poner algunos ejemplos, Grecia tuvo la épica, el medievo la novela bizantina y el XIX la poesía opiácea, nosotros podemos tener a gala que somos hijos de la publicidad, que es relato, burlas y veras al mismo tiempo.
El caso es que todo reside en la sustancia y en la forma del signo y, sobre todo, en el material poroso que se encuentra entre ellas y que permite que el signo de Hjelmslev se retroalimente cuando se trata de publicidad. Forma, objeto, sustancia… son elementos que se perfilan a partir de la marca y el logotipo y toda la marabunta de connotaciones que surgen a partir de ellos y que se han alojado en el subconsciente colectivo e individual.
Es decir, y hablando en plata, que hemos llegado a una situación curiosa, y en cierto modo no esperada: el logotipo que era una mera representación de la marca, sin embargo, cuando ésta se carga de valores y adquiere significados más allá de lo que es evidente se convierte en el representante de toda una identidad, algo que va por delante de la presentación del producto. Se ha pasado a no necesitar producto, con la marca es más que suficiente. No se busca la calidad en sí, sino más bien adquirir lo que viene de superfluo, e inmaterial, valores añadidos e intangibles que son traspasables económicamente y a través de una curiosa sinécdoque: adquiriendo una parte nos acercamos al todo prometido por la marca.
Ostentar la propiedad de un signo es en el fondo un acto casi tribal, y bien pudiera ser añadido que no es muy original y que ocurre desde que el mundo es mundo, lo que verdaderamente es propio de este universo nuestro es que hemos conseguido alcanzar una vuelta de tuerca, de manera que en muchos casos ciertas marcas se compran por defecto, simplemente por el hecho de ser conocidas. Sería interesante preguntarse si comprar una marca de renombre en las rebajas supone adquirir estos valores intrínsecos a la marca, o es un acto puramente mecánico (-precio / + demanda). Podría llegar a ser una situación que afectara a la propia marca a nivel de ventas, ya que demasiado éxito no buscado, o no planificado según la estrategia de turno, podría acabar con los valores previamente creados.
El modo cómo los valores de la marca influyen en un público objetivo o target ha sido ampliamente estudiado por el marketing y la teoría de la publicidad desde sus comienzos y sobre todo por la propaganda. Pese a ello, no ha sido del todo comprendido, ya que no todas las campañas tienen éxito ni este es mesurable al 100 %. También porque dar con la tecla, podría abrir la caja de Pandora e incurrir en la ilegalidad de lo subliminal. Tampoco hay que descartar a las primeras de cambio que nos hemos insensibilizado, publicitariamente hablando, para poder sobrevivir en la maraña de anuncios que nos acosan desde el momento en que abrimos la puerta de casa.
Como experimento, no hay más que intentar contar cuántos “anuncios” (incluyendo marcas de coches, ropa, bares, tiendas) nos abordan entre el portal y la primera parada de autobús.