Reseña: Espectro de la analogía. Literatura & Ciencia, de Amelia Gamoneda (ed.)

Candela Salgado Ivanich (Universidad de Salamanca)

Gamoneda, Amelia (ed.). Espectros de la analogía. Literatura & Ciencia. Abada. 2015. 309 pág. 19€

Concluir y llegar a término no es disposición literaria ni científica; ambos saberes –de rúbrica irreversiblemente humana– son espacios en inquisitiva ejecución, pues su despliegue es correlato inevitable de la actividad intelectual. No obstante, sus discursos, a pesar de compartir una vocación epistemológica que se divierte tratando de sitiar cuestionamientos que, en ocasiones, corren paralelos –por ejemplo, acerca de la misma mente que los registra–, han desembocado en extenuantes diatribas. La postura que dibuja Espectro de la analogía. Literatura & Ciencia no es, sin embargo, la de una inocente conciliación, sino la de una muestra –y la de una demostración– de que tal disensión no ha podido examinarse más que bajo una lente deformante y reduccionista.

Tal aproximación se posibilita a través de un anclaje analógico, devenido principio que atraviesa íntegramente el libro. Su presencia se reviste de una doble apariencia simultánea: como método y objeto de pensamiento. Así, las escrituras que se aúnan bajo el mencionado título, dada su naturaleza altamente reflexiva, realizan, reproducen y translucen este movimiento de la mente en plena torsión –donde un elemento extraño es asimilado tras atisbar en él un tejido compartido con algún viejo conocido del intelecto–; al mismo tiempo que suspenden la analogía para poder razonarla: bien desentrañando su urdimbre como posibilidad de acercamiento entre diversas esferas de conocimiento –obstáculos y avenencias reanimados–; bien rastreando su propia voz, prestándole un cuerpo semiótico o un verbo poético.

El riguroso trabajo que condensan aquí cinco de los miembros del proyecto de investigación ILICIA (Inscripciones literarias de la ciencia: lenguaje, ciencia y epistemología) extiende en estas páginas un coloquio plural, perspicaz y extremadamente generoso y productivo para quien se dispone a peregrinar por los espectros analógicos aquí propuestos; para ello flexibilidad es requerida, pues de lo contrario se incurriría en la acepción más fantasmal del término y, tal y como señala Amelia Gamoneda, tanto el pensamiento como el lenguaje peligrarían. Éste es el “común lugar” del que autores y lectores parten y al que, posteriormente, sólo los segundos volverán; ya no a modo de exordio, sino con la experiencia de quien ha visto a la analogía hacerse, pensarse, modularse y explorar algunos de sus confines”.

La primera inflexión, “El diccionario romántico de Poincaré” de Francisco González Fernández, se postula como un trabajo cuya implicación subvierte la asimetría localizable dentro del terreno en donde la empresa literaria y científica confluyen : si bien los literatos no disimulan las incorporaciones que hacen de la materia científica en sus obras –afiliaciones que se reconocen temática o estructuralmente, por ejemplo–, la literatura no detenta(ba) credencial alguna para que su huella sea(fuese) rastreada en los aledaños de la ciencia. González Fernández se instalará, decididamente, en una posición a la que le urge corregir a quien obvia este segundo influjo o a quien lo menciona en términos quiméricos. Para ello, su estrategia se encuentra estrechamente vinculada a la figura de Poincaré, quien no concebía su dedicación matemática como una separación respecto de las humanidades; incluso consideraba que, al menos en sus contribuciones, las primeras eran deudoras de las segundas.

Francisco González expande su ángulo de visión y acierta a abrir varias líneas de diálogo entre Poincaré y algunos espectros que lo alentaron desde una distancia precedesora: Galileo Galilei para quien la verdad se encontraba en la lectura directa de la naturaleza –no en la indirecta que ofrecían los textos– y quien conjuró la criptografía en la que estaba cifrada el mundo –posibilitando su interpretación al mismo tiempo que postuló las matemáticas como instrumento vehicular–; o la pluralidad de mundos que dejó a su paso el siglo XIX. De nuevo, la literatura demostró su filia científica y, por ejemplo, Silvia y Bruno de Lewis Carroll reveló un engarce con la topología e incluso con la traducción, siendo doble el rastro de Poincaré. Y es que no es azaroso que dos de los intereses a los que el francés se entregó fuesen la topología –de entre sus múltiples aportaciones al ámbito matemático son cruciales las efectuadas en esta rama– y la traducción –cuya intención mediadora está en la base de todo su pensamiento– y que además compartiesen una inclinación afín: en un único seno, ambas reúnen una facies de transformación y otra de inmutabilidad; si la primera abraza aquella figura que, sin separar lo que estaba unido ni fijar lo separado, se transforma en otra sin perder sus propiedades –las invariantes topológicas–, en la segunda si bien se disipan algunos aspectos locales, se guardan otros que son invariables. La traducción tiene, así, un cariz topológico y la topología uno traductor.

Francisco González muestra cómo los cruces entre ciencia y literatura son, ahora, de otro tono. Ya no se trata simplemente de que exista una influencia en un nivel de soporte –en la medida en que la literatura puede rentabilizar los avances matemáticos o que, tal y como hacía el propio Poincaré con sus relatos, la ciencia pueda ser cifrada en código ficcional con miras a facilitar su intelección–, sino de que las matemáticas acogieron un cambio epistemológico: el matemático realiza una actividad de corte humanístico, pues al ser su ciencia un sistema relacional, éste “[elige] entre los incontables hechos del universo aquellos que merecen ser observados y [los traduce] a un lenguaje carente de ambigüedad” (Poincaré apud Francisco González, 2015:48-49). Fue la propia traducción la que, en manos de Poincaré, trazó el porvenir de las matemáticas: sirviéndose de una suerte de diccionario que haría corresponder términos del lenguaje geométrico euclidiano y del no euclidiano, aseguró la consistencia de la geometría hiperbólica de Lobachevski –puesto que si los teoremas del ruso incurriesen en contradicción, lo mismo sucedería con la geometría más clásica–.

Francisco González da visibilidad a la vinculación existente entre las matemáticas y literatura en el XIX; al menos, así fue para dos de sus grandes exponentes –cada uno de un círculo–, Poincaré y Baudelaire, quienes poseían una concepción especular de sus tareas: entablar un contacto con el mundo cuyo retour brindase y sugiriese una vía –en lenguaje matemático o literario– para interpretar y descifrar “el diccionario de la naturaleza”. En ambos casos se opera liberando uno de los movimientos intrínsecos a nuestra comprensión: la analogía, que brinca, sorprende y establece conexiones insospechadas. A ella se le suma la reivindicación de un proceder intuitivo para las matemáticas y una precisión matemática para la poesía. Traducción, analogía, matemáticas y poesía se postulan como distintos avatares de un modo de ser, una actitud e intención que posibilitan espacios de intermediación, tratando de invertir el imperio de la escisión.

En “Resistencia y flexibilidad de la analogía. Modelos científicos, cognición y metáfora” Amelia Gamoneda indaga y examina los términos de la relación que modelos científicos y metáfora y analogía han mantenido a lo largo del siglo XX, con el acicate de volverse sobre el estadio y los condicionantes actuales. Retrospectivamente sus trayectorias encuentran unos vestigios y unas modulaciones que resultan analógicas: ambas atravesaron fases similares –sintáctica, semántica y pragmática– derivadas de una cifra lingüística que se atrevió a pensar la ciencia y a posibilitar su representación. Sin embargo, los modelos científicos y la metáfora tendieron –debido a las connaturales reconsideraciones que configuraron sus cursos– a ingresar en un desajuste.

Por su lado, los modelos científicos toleraron y entendieron que una formalización completa es huraña cuando en ciencia y en modelo se intenta estrechar la complejidad. Es por eso por lo que la analogía aristotélica –rígida y proporcional– que está en el principio de su estructura empezó a mostrar sus deficiencias para tal empresa. Por el suyo, la metáfora y la analogía comenzaron a ser tanteadas desde un prisma cognitivo como instrumentos y como elementos insoslayables que además de presentar todo un entramado relacional que se dilata, son los que filtran y están encarnados en el propio lenguaje.

El futuro de los modelos científicos sin una intercesión “lingüisticista” descubre una senda de la mano de la simulación informática que, dotada de un carácter autónomo, no opera a base de abstracciones y conceptualizaciones extraídas de la realidad, sino que instala y propone una realidad que no es mera sustituta de la primera, sino que es una realidad en sí misma de pleno derecho. En sus trabajos sobre la misma, Franck Varenne inserta la noción de intuición –relegada tradicionalmente a la esfera artística y temida, por su inexactitud  e irracionalidad  en su eventual prolongación más allá de estos lindes–, al mismo tiempo que excluye la analogía aristotélica –la proporcionalidad estructural– de su dominio. No obstante, tal y como evidencia hábilmente Gamoneda, es importante que lo único que se suspenda es a Aristóteles, pues la analogía, la flexible y relacional de las Ciencias Cognitivas, sí que participa.

En su modus operandi, la simulación informática alberga diversos niveles de manipulación de símbolos: un primero que opera sobre símbolos denotacionales y un segundo cuya actividad se centra en la observación y modelización de los productos de la fase precedente –que son considerados, a su vez, símbolos– ; es decir, ofreciendo un peldaño sub-simbólico. La simulación registra unos merodeos que no son ajenos al conocimiento humano: la sub-simbolización simula operaciones cognitivas humanas; pues ya no estamos ante “un funcionamiento deductivo y homogéneo de los sistemas de símbolos” (Varenne apud Gamoneda, 2015: 148) sino en el terreno inverso. Terreno inverso que no tiene un único usufructuario, sino que es aquí donde la analogía cognitiva también ha arraigado. Y de esta tierra sub-simbólica no es la simulación informática la única en nutrirse, sino que encuentra en la poesía una moradora cercana cuya detención de una estricta valencia referencial aspira a medirse con la complejidad y a entonar con parcelas de realidad.

La intensidad de este ensayo pasa por conjuntar una mirada que, al mismo tiempo que se detiene desmenuzando con gran maestría y exhaustividad ciertas consideraciones pasadas, no puede reprimir su brío tras atisbar, tras el curso de las evoluciones. Un trabajo que despierta el poder analógico de quien lee; pues éste ya no sólo contempla y simula en su mente los rumbos y los enlaces sugeridos, sino que, siguiendo las sutiles lecturas de Amelia Gamoneda y el avance progresivo de su enfoque, el lector, ilusoriamente, intenta adelantarse, queriendo hacer desembocar sus conjeturas en lo que es esta tesis tan magistralmente sustentada.

En su ensayo, “La razón vital de la semiótica”, Manuel González de Ávila aborda la semiótica europea contemporánea como una disciplina vitalista, que recoge y oscila en torno a dos ambivalencias: una naturaleza que implica y recurre a las Ciencias y a las Humanidades; y un objeto de estudio –la producción y circulación del sentido en el mundo– en el que interactúan sujetos que, siendo individuales, son colectivos –en la medida en que dialogan e intervienen en los distintos enunciados sociales–.

En lo que concierne a la segunda ambivalencia, González de Ávila apunta que, en el siglo XXI, la semiótica vuelve a presentar un andamiaje fenomenológico al que le interesa, al mismo nivel, tanto el cuerpo que siente como aquello que es sentido; experiencias que son, pues, encarnadas. A lo largo de sus primeras páginas, el ensayo esclarece las implicaciones de la relación entre el sujeto y el mundo, implicaciones que hacen virar, de una u otra manera, la construcción de un determinado sentido. El proceso que prefigura tal surgimiento es el de una presencia que se da ante el individuo; presencia, real o convocada, en la que el individuo participa y que registra también, a su vez, la suya propia. En este instante de comunión, de unión somática, no hay distancia alguna entre el mundo y el sujeto. Ahora bien, esta última comienza a agrandarse a medida que atraviesa diversos estados progresivos que son paralelos a la emergencia del pensamiento: instancia de percepción –que articula aquello que sucede y lo dota de valencias– y sujeto semiótico –que se proclama centro de enunciación–. Existe  también una clave, una sutileza, que no debe ser sorteada: la esencia del principio de la semiótica es la confianza que guarda el individuo en que el mundo puede ser aprehendido.

La muestra de la primera ambivalencia, el arbitraje tanto científico como humanístico, es el objetivo mismo que tanto el estudio de González de Ávila como la propia disciplina persiguen. Y es que tanto la voluntad de su empresa –en última instancia, conocer al sujeto racionalmente– como una metodología interdisciplinar que bebe de ciencias que van más allá de lo social –nociones de física, química, ciencias de la cognición o psicología que, por otro lado, son siempre reconducidas de acuerdo al interés semiótico– potencian, de entrada, una propensión científica. No obstante, para quien así no lo viese, de Ávila somete a la semiótica a las exigencias de cualquier rama científica y el resultado corrobora tal dialéctica: pues, al mismo tiempo que respeta el mínimo epistemológico –”una disciplina científica debe reducir cuanto pueda el número de sus conceptos y evitar los abusos terminológicos con finalidad retórica (Fontanille apud González de Ávila, 2015:192)–, presenta y atiende a los principios científicos de cohesión del objeto, coherencia de la teoría, holismo de la epistemología y adecuación de la práctica científica. Si bien han sido varias las críticas que han buscado limar el encaje de la semiótica dentro del ámbito y de las propiedades científicas, Manuel González de Ávila entiende que, a pesar de que estos modos de proceder entrañan una connivencia con las ciencias, su objeto de análisis –el sentido y la intencionalidad– es bien distinto, ya que se despliega mediante un flujo que es constante, un discurso que jamás cesa de ser acto. Así, y continuando y perfilando el pensamiento de Greimas y Fontanille, de Ávila escoge para la semiótica, con un convencimiento reforzado, un territorio que es equidistante de ambas esferas, que es sociohumano; pues, tal y como la propia escritura del ensayo reproduce, conjuga conocimiento, precisión y rigurosidad sin renunciar a la latencia de la emoción y la pasión humana. Disciplina, pues, que buscando abarcar al ser humano, lo contiene en sí mismo.

En “Neurobalística. ‘Fisiología de la composición’ del poeta Paulo Henriques Britto” Pedro Serra plantea, de manera magistral, una lectura  de la poesía del brasileño en clave de trabajo de la analogía. Para ello, desde sus inicios, se busca conciliar diferentes nociones filosóficas y de la teoría literaria para tratar de domar, en la medida de lo posible, el desequilibrio que acostumbra a abrazar el texto poético y que, en el caso de Britto, rima, además, con una escritura que se reconoce a sí misma como una suerte de animal. Ya el primero de los poemas –”Biodiversidad”– concentra y reza la esencia de Macao, subrayando, así, una dimensión metapoética –donde la poesía se exhibe como imagen compendiadora de la vida– y metaliteraria –la intimidad instalada entre el lector y el autor–.

Jugando con el título de una de las secciones del poemario –”Fisiología de la composición”–, Serra formula un acercamiento a la poesía como “forma de vida” –noción wittgensteiniana– donde physis y logos, naturaleza y cognición, se disponen en una relación de forcejeo arbitrada por parte de la analogía de toda una red de tensiones que alcanza diversas expresiones.

Por un lado, al amparo de Paul de Man y de Roman Jakobson, se extrae como corolario que el aspecto sensorial del poema no puede ser discernido del intelectual. Para el primero, en el espacio poético opera una concurrencia de lo epistemológico –cognición– y estético –sensación– que, sin embargo, responde a una ilusión –en sus acepciones de error y alucinación–; para el segundo, la convergencia se realiza en el ámbito fonológico, en torno al sonido y al sentido cuya intensificación encuentra una correspondencia en el propio tacto.

Por otro, se incluyen las nociones de “extrañamiento” –ostrannenie– de Chklovski y de “epifanía” de Gumbrecht. La imaginación poética  –a diferencia de una práctica–  exhorta a la experiencia sensorial; es decir, la poesía no descansa en una simple atribución de sentido, sino más bien en la reanimación de la actividad sensorio-perceptiva en un grado de nervuda intensidad. El “extrañamiento” interviene en la medida en que aquello que se plantea es una visión que no puede asimilarse en base a un reconocimiento, y que se presenta bajo forma de una fuerza y una duración en su máximo grado: aboga por un efecto de imprevisión donde aquello en lo que se repara es ficcionalizado y suspendida es, pues, su dimensión cognitiva. El arte deviene entonces la exposición a una presencia que encuentra una regulación en la “epifanía” que, en tanto que súbita manifestación apresa la sensibilidad del espectador y modula tensivamente la dicotomía entre presencia y la distancia.

El poemario, Macao, que reclama la materialidad de la poesía –en el sentido de “vida”– se ve orientado de esta manera por un trabajo fisiológico que propone el nervio como osamenta del poema: una palabra en la que impera el movimiento enérgico –de la balística– pero que no desdeña las construcciones del cogito –el neuro–. Resulta, así, que la poesía es una “neurobalística” en cuya combinación la propia pulsión analógica se reconocería.

En el ensayo con el que se cierra el libro, “Los estudios interdisciplinares. Sobre Schnitzler y Freud. ¿Atrapados en la trampa de la analogía?”, Patricia Cifre-Wibrow descubre y potencia las incursiones biológicas del razonamiento analógico, desde su gestación –una reunión de sentido en torno a dos elementos– hasta la erradicación impuesta –cuando esta reunión de sentido esconde un posicionamiento a favor de uno u otro elemento–, señalando los riesgos que entraña el forzar en exceso las semejanzas o las divergencias de aquello, analogía e interdisciplinaridad, que persigue horadar un suelo común.

Tras repasar los diversos enfoques teóricos de la analogía –Agamben, Foucault, Wittgenstein o Wagensberg; acentuando unos los símiles en los que la analogía incide, destacando otros los márgenes diferenciadores que ésta no puede asir–, el ensayo aborda esta estructura relacional a partir de dos figuras cruciales de la Viena novecentista: Freud y Schnitlzer. Sus trayectorias se cruzan –o al menos así ha querido la crítica que fuese–, además de en algún intercambio postal marcado por un tono admirativo, en la coexistencia de la literatura y la ciencia en ambos: si el primero se volcó en el psicoanálisis y no dudó en revestir sus casos clínicos de una impronta literaria –afrontando a sus pacientes como textos dotados de diversos niveles de profundidad y generando en los lectores de sus escritos una tensión propia de las novelas de detectives–, el segundo aprovechó su formación médica para dar cuerpo a la trama de sus obras. Así, la crítica literaria comenzó a insistir en el paralelismo entre ambas figuras, señalando que la presencia del monólogo interior libre en Schnitzler era un intento de aplicación literaria de la técnica psicoanalítica o viendo en el personaje femenino de Fräulen Else un trasunto de la paciente Ida Bauer (“El caso Dora”). Ante esto, Patricia Cifre-Wibrow censura el reduccionismo que revolotea en torno a tal enlace con sólidos argumentos.

Por un lado, el reconocimiento en ciertos trazos del otro que proclamaban ambos en sus cartas incluía, por parte de Freud, la acentuación de su metodología científica –en detrimento de otra intuitiva correspondiente al escritor– y por parte de Schnitzler –aunque éste lo hacía en sus diarios y no en las misivas– su escepticismo ante algunos puntos de la teoría freudiana. Por otro, al no estar el monólogo interior libre precedido o seguido de una suerte de explicación, el escritor no es como el terapeuta que busca la reconstrucción e interpretación. Además, el parentesco que se hace entre Dora y Else a propósito de la histeria resulta impostado, pues la enfermedad de la segunda ha sido  dibujada por la crítica –en el texto no existen indicios que puedan ser vinculantes para con esta conclusión–.

Al igual que es crítica y arroja luz sobre los paralelismos forzados en los que han incurrido ciertos estudios interdisciplinares sobre Freud y Schnitzler, Cifre-Wibrow mantiene esta clarividencia respecto a los análisis que, seleccionando como eje de comparación los procedimientos que uno y otro emplean, toman partido por alguna disciplina y proclaman su supremacía –y, por consiguiente, una subordinación– sobre la otra: a Freud se le define en términos de fijación, de obviar la individualidad de la mente –tratando de extraer modos de funcionamiento que sean universales– y de separación rígida entre consciente e inconsciente, una tendencia a reavivar elementos elididos y a analizarlos racionalmente–; a Schnitzler se le atribuye un mayor grado de flexibilidad y de fluidez entre consciente e inconsciente y abrazaría una creencia en la indeterminación y el sinsentido de la vida –un no-orden–. Estos rasgos, que llevaron a la crítica a decantarse por el literato –arguyendo un enfoque más moderno– resultan, sin embargo, indicios para Patricia Cifre-Wibrow del espacio en el que cada uno de ellos se movía. Desde esta perspectiva, y con la agudeza que resulta de la escucha atenta de contextos, cotextos y de la inclinación de cada uno de estos dos saberes –literatura y psicoanálisis–, Cifre-Wibrow sostiene que tales posturas desbaratan la que era, aparentemente, una voluntad de interdisciplinaridad, pues ahí donde no hay posibilidad de que dos bases epistemológicas distintas se retroalimenten y se desplieguen exentas de rivalidad se pierde la complejidad y la riqueza del conocimiento.

Espectro de la analogía. Literatura & Ciencia es un volumen cuyos cinco abordajes particulares sostienen una línea de pensamiento que busca la altura reflexiva, que difumina los contornos inapelables de los límites, que –con virtuosismo analítico y expresión exquisita– porfía en entrar por la abertura compleja que la complejidad edifica.

A priori, si uno intenta medirse con la analogía, podría parecer que su trato es esquivo y quizás altivo, dado que el infatigable espíritu relacional que posee tiende a mostrar la unión resultante, omitiendo su articulación. Sin embargo, ensayo tras ensayo, Espectro de la analogía. Literatura & Ciencia libera una red de analogías que demuestran que el pensamiento no puede evitarla. De forma que, incluso cuando se la intenta congelar para someterla a pensamiento y estudio, uno descubre que se encuentra cosida a su propia sombra: ella es la única que puede pensar, pensarse y pensarnos. No obstante, y aunque esto pueda parecer un impasse, hay esperanza: y es que no se trata de que la analogía no quiera mostrarse, sino de que prefiere hacerlo engendrándose a sí misma, levando el ancla y no reprimiendo su movimiento connatural. En este sentido el libro tiene, todavía, otro valor añadido: una condición de fósil que permite conjurar la instantaneidad y la creatividad del intelecto, deteniéndolo en el tiempo del texto. Y la escritura –en su faz teórica–, de nuevo, inquietándose por la ciencia, ofreciendo su cuerpo y sus conceptos como terreno de confluencia.

Caracteres vol.5 n1

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Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital | ISSN: 2254-4496 | Salamanca