Los estudios sobre la cibercultura y los new media. Extendiendo el campo de la literatura comparada

Cyberculture and New Media Studies. Expanding the Comparative Literature Field[*]

Domingo Sánchez-Mesa Martínez (Universidad de Granada)

Artículo recibido: 15-09-2015 | Artículo aceptado: 20-11-2015

ABSTRACT: This article attempts to establish some basic conceptual coordinates for a better comprehension of the conditions of possibility for Comparative Literature within cyberculture. Since the extension of the literary and the field of Comparatism itself at the crossroads and borders of both Cultural & Visual Studies, and Audiovisual Communication & New Media Studies, a review of Pierre Levy´s theoretical description of cyberculture and cyberspace is proposed. Such review is conveyed through a counterpointes critique, addressed both to Levy´s arguments as to the texts of three relevant representatives of the cultural critique of cyberculture. The need for a renewed critical theory of cyberculture is stressed, whenever a deep knowledge and experience of its specificity is provided. Likewise, the idea that any technological determinism must be overcome in this discussion is highly emphasized (technologies and new media do not determine but condition social change). The author aims to favor and contribute to the upraising of a debate where relevant cultural answers, besides technical and informational ones, will be given to the great challenges and sociocultural conflicts being experimented in this late global phase of capitalism.
RESUMEN: En este artículo se trazan algunas de las coordenadas conceptuales básicas para un mejor entendimiento de las condiciones de posibilidad de la Literatura Comparada en el contexto de la cibercultura. A partir de la expansión del concepto de lo literario y del ámbito propio de disciplinas como el comparatismo, en las fronteras con los estudios culturales y visuales, de comunicación audiovisual y nuevos medios, se propone una revisión de la descripción teórica (fundacional y de referencia) de la cibercultura y el ciberespacio de Pierre Lévy. Dicha revisión se articula a modo de crítica en contrapunto, tanto de dicha descripción como de algunas de las voces más relevantes de la crítica cultural de la cibercultura. Se enfatiza la necesidad de una renovada teoría crítica de la cibercultura, suficientemente ilustrada sobre la especificidad de la misma que, trascendiendo todo determinismo tecnológico (las tecnologías no determinan, solo condicionan el cambio social), sea capaz de dar respuestas adecuadas, más allá de soluciones técnicas o informacionales, a los grandes conflictos socioculturales que se registran en esta fase global última del sistema capitalista.

KEYWORDS: comparative literature, cyberculture, capitalism, transparency, Big Data
PALABRAS CLAVE: literatura comparada, cibercultura, capitalismo, transparencia, Big Data

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“Las disciplinas académicas tienen historias, pero no esencias”
Saussy, 2006: 66

1. Límites en movimiento del campo de estudio

Una de las citas que me han acompañado y a la que mi memoria ha sido más fiel cuando he tratado de explicar en qué consistía mi ámbito de reflexión, el fundamento de mi especialidad académica, se debe al filósofo ruso de la literatura y la cultura, Mijaíl M. Bajtín:

En la afición especificadora se menospreciaron los problemas de relación y dependencia mutua entre diversas zonas de la cultura, se olvidó que las fronteras entre estas zonas no son absolutas, que en diferentes épocas estas fronteras se habían trazado de maneras diversas, no se tomó en cuenta de que la vida más intensa y productiva de la cultura se da sobre los límites de diversas zonas suyas, y no donde y cuando estas zonas se encierran en su especificidad. (Bajtín, 1989: 347)

En los años 80[1] una declaración semejante reforzaba las posturas más favorables a la apertura y proyección de las categorías teórico-literarias y poéticas a otros ámbitos de la creación artística y cultural. Podía leerse como un apoyo más para un comparatismo interartístico, con frecuencia cuestionado, que sumado al concepto del signo ideológico de Valentín Voloshinov (1929) favorecía igualmente un desarrollo del comparatismo en cuanto teoría del discurso. Esta tendencia, de orientación en principio sociosemiótica,  maduraba ya en los años 90, percutiendo disruptivamente en el panorama español de los estudios teórico-literarios, mayoritariamente en guardia contra el temido potencial desconstruccionista de aquella teoría y su cuestionamiento de la fragmentación disciplinar e intelectual,  supuestamente cómplice en muchos contextos de un mantenimiento férreo de las estructuras de poder institucionales o de unas prioridades presupuestarias bastante conservadoras en lo relativo a la investigación y docencia. En los 35 años transcurridos desde la publicación de aquella entrevista a Bajtín hemos asistido al declive, con momentos de repunte y sucesivas caídas, de los estudios de Humanidades en su concepción más clásica (Sánchez-Mesa, 2010).

Ya entrada la segunda década del siglo XXI es más visible el discurso de las Nuevas Humanidades, incluso de las Humanidades Digitales, una entelequia en nuestro país hace algunos años pero cada vez más una realidad en el “campo de juego” de la educación y la investigación, con grupos e institutos de investigación, títulos universitarios y publicaciones que demuestran esta proyección del pensamiento crítico, historiográfico, lingüístico, filológico y artístico a las nuevas realidades de la sociedad global y la cultura de los nuevos medios digitales, de la cibercultura en todas sus dimensiones (Sánchez-Mesa 2009; Warwick et al, 2012; Terras et al, 2013;).

La Literatura Comparada, por su parte, es una disciplina que en su evolución académica reciente ha ido incorporando a las líneas tradicionales de investigación en aquellos fenómenos literarios que se manifiestan más allá de las fronteras y lenguajes nacionales, la revisión de las metodologías comparatistas a la luz de los desplazamientos e impacto de los llamados nuevos medios (videojuegos, redes sociales, apps, etc.). con el macro o metamedio de Internet como espacio integrador del nuevo paisaje mediático. En este contexto, la función del comparatismo, entendido tanto como teoría del discurso como cuanto uno de las ramas del sistema institucional de los estudios literarios y culturales, responde, en primera instancia, más a una actitud ante la comunicación y los textos culturales que a una definición estrecha y estricta de su objeto de estudio. Como ya señalaba Benedetto Croce en 1903 e insistía, desde una posición distinta, René Wellek (1958), y tal y como recordaba Antonio Monegal, un siglo después en el último gran homenaje a Claudio Guillén (2008), la Literatura Comparada vive paradójicamente la recurrente necesidad de defender una especificidad que no es del todo exclusiva, puesto que su objeto de estudio, la internacionalidad de lo literario, y su método, la comparación y conexión de textos y fenómenos literarios más allá de lo nacional, no le son privativos y son compartidos por las Filologías y otras disciplinas humanísticas e incluso de Ciencias Sociales. Claudio Guillén, en la misma línea señalada por Harry Levin, se decantaba por considerar que el comparatismo, más que un método, consistía en una actitud, una perspectiva que comportaba una serie de preguntas (Guillén, 2005). Guillén hablaba de la irreductibilidad de la literatura, cualidad que Monegal eleva a la categoría de auténtico lema para justificar la extensión de la disciplina a problemas y áreas de investigación que van más allá de los tradicionales. De cualquier forma, si convenimos que una disciplina se define por las preguntas y problemas que se plantea, y estamos de acuerdo también en que la Literatura Comparada debe seguir precisamente el impulso de revisión y extensión que demanda la experiencia real de lectores y escritores a lo largo del tiempo dando cuenta de esa metamorfosis permanente en que consiste, a su vez, la respuesta de la literatura al cambio social, histórico y lingüístico, entonces no resultará extraño o contraproducente que cuando el paradigma de la comunicación digital y sus tecnologías se instala con la actual fuerza de penetración y transversalidad en las sociedades contemporáneas (cibercultura) y en el conjunto de las ciencias sociales y humanas, la Literatura Comparada no deje de reaccionar a dicho paradigma. Nos encontramos, por tanto, en el umbral de un nuevo capítulo (el fenómeno no es radicalmente nuevo) de la evolución de la literatura aumentada (Sánchez-Mesa, 2011b), una coyuntura en la que el comparatismo nos ayuda comprender de qué modo lo literario se expande o comprime, prolongando la negociación de sus fronteras al tiempo que avanza una de las transformaciones culturales e históricas, a nivel mundial, más radicales de la historia moderna y contemporánea, cuyos perfiles y características apenas estamos empezando a comprender en esta segunda década del siglo XXI.

Estoy del todo de acuerdo con Antonio Monegal cuando afirmaba, en el citado trabajo, que la literatura comparada puede considerarse el termómetro del estado de los estudios literarios (Monegal, 2008).  Si en la coyuntura de 2006 los recurrentes e inevitables temores sobre la pérdida de centralidad de la literatura como objeto de estudio de la Literatura Comparada parecían atenuados o relativamente superados[2], esto era posible porque, una vez asumida la imposibilidad del consenso absoluto sobre la definición de lo literario (su irreductibilidad), la disciplina se vería liberada de la presión de la supuesta ilegitimidad de ocuparse de otros discursos o prácticas culturales, que se prestaran a un análisis o comprensión fructífera desde las preguntas propias de la disciplina. O dicho de otro modo, la Literatura Comparada no tendría por qué ocuparse exclusivamente de leer literatura (Saussy, 2006: 23) o de acometer análisis e interpretaciones de textos verbales, abriéndose decididamente a prácticas culturales y objetos de estudio no verbales o bien claramente intermediales[3].

En otro orden de cosas y en términos de longe durée, sabemos bien que ningún estado cultural suprime del todo y de un plumazo el estado o fase cultural anterior. De este modo, la llamada sociedad red (Castells, 2006), que nosotros venimos llamando, desde una perspectiva paralela pero no idéntica, cibercultura, nos ofrece un panorama de transición e intersección entre modos de comunicación, creación y representación cultural propios de la sociedad de masas y otros propios de esta nueva sociedad emergente. La cibercultura se encuentra marcada por el signo de la complejidad creciente, la fragmentación, la descentralización de los focos tradicionales de poder e influencia y por una oscilación, que podemos entender como contradictoria o al menos paradójica entre, por un lado, la intervención de millones de agentes (antes meramente receptores) en la comunicación cultural a través de Internet y los nuevos medios digitales interactivos y, por otro lado, la concentración empresarial e institucional sin precedentes de la titularidad de los medios de comunicación, producción cultural y de tecnologías del llamado info-entretenimiento. Nos encontramos ante lo que Henry Jenkins denomina cultura de la convergencia (2008).

Hace ahora casi 20 años Joaquín Aguirre se preguntaba por el impacto de Internet en el sistema literario, en sus dimensiones creativa, lectora, educativa, crítica, editorial y comercial (1997)[4]. Desde entonces, la irrupción del libro electrónico y de las tabletas como soportes e instrumentos de lectura, almacenaje y compra de los nuevos formatos literarios; los repositorios y bibliotecas digitales; la edición online de revistas académicas; Amazon y otras grandes librerías virtuales; Scribd; la blosgosfera; la educación abierta en las redes y la introducción de esquemas y modelos más interactivos y negociados en los programas y metodologías de formación en estudios literarios; la expansión y multiplicación exponencial de los fenómenos relacionados con la adaptación o reescritura intermedial; la emergencia y desarrollo de nuevos modos de creación literaria, interactiva, multimedia y colaborativa; la producción y consumo transmediales de los mundos y relatos de ficción o no ficción que se expanden y adaptan en distintos medios y plataformas tecnológicas, etc., todo ello no son más que algunos de los síntomas que podemos identificar en la evolución de aquel claro “impacto” que Internet y los nuevos medios empezaban a tener en el sistema literario, hace ahora dos décadas.

Sin abandonar la plataforma de la mirada o actitud comparatista frente a lo literario y otras prácticas culturales susceptibles de ser estudiadas desde un método relacional, dialógico y crítico como el aquí propuesto, lo cierto es que podemos identificar un desplazamiento progresivo desde la centralidad del texto verbal como foco de atención de la teoría literaria y la literatura comparada, hacia conceptos y problemas más amplios tales como la intermedialidad, la noción de medio, la remediación, la adaptación y, movidos por el empuje de los nuevos modos multiplataforma de producción, consumo y participación en mundos de ficción distribuidos y expandidos en distintos medios, las nuevas formas de transmedialidad  (Baetens y Sánchez-Mesa 2015).  En este contexto, y siendo conscientes que estos planteamientos son, probablemente, muy genéricos en el contexto de esta publicación, nos disponemos a continuación a trazar un breve recorrido, fragmentario y a la fuerza provisional, por algunas de las cuestiones que considero clave en el debate sobre las condiciones de posibilidad de un pensamiento crítico sobre la cibercultura, a partir del cual afrontar temas que deben considerarse propios de la reflexión teórico-literaria y comparatista entendidas como teorías crítico-culturales. Entre esas preocupaciones están la compleja red de relaciones últimas entre cultura, tecnología y sociedad, los cambios en la configuración de las identidades individuales y colectivas en la cibercultura, la evolución de las relaciones de poder en las mutaciones del sistema de medios de masas en transición hacia (o hibridación con) los nuevos medios interactivos y, por ende, las posibilidades de entornos más genuinamente democráticos en las formas de comunicación cultural que se dan cita en la cibercultura.

2. La cibercultura: Complejidad creciente de las relaciones entre Cultura, Tecnología y Sociedad

¿Cuáles son las funciones que puede y debe seguir cumpliendo la Literatura Comparada, en estrecha correlación con la Teoría de la Literatura y los Estudios de Comunicación y de Medios?[5] Revisamos aquí algunos temas o problemas que se mantienen en la agenda de los estudios comparatistas volcados en la especificidad de las culturas y sociedades llamadas de la información y el conocimiento, donde modernismo y postmodernismo siguen enlazados en una contradanza llena de roces que, de momento, arrojan el resultado del imperio del tecno-capitalismo cuyas relaciones y modos de producción mutan en dinámicas marcadas por la complejidad y el conflicto, exasperando la lucha de los sujetos y las comunidades por configurar identidades suficientemente definidas como para no caer en las nuevas formas de anomia, las del exceso o saturación informativa, la hipervisibilidad y la mercantilización progresiva del ser, según la versión más acrítica de la lógica y la estética de las bases de datos.

El filósofo tunecino Pierre Lévy, implicado en los últimos años en el desarrollo de un lenguaje simbólico, el IEML (Information Economy Meta Language), que constituiría la base de una auténtica web semántica, capaz de aprovechar todo el potencial computacional de la inteligencia algorítmica, ha sido una de las autoridades de referencia en la descripción e interpretación de la cibercultura desde mediados de los años 90. A pesar de la velocidad de la evolución de las realidades que denomina dicho término, los 18 años transcurridos desde su célebre informe a la UE (Lévy, 1997, traducido al español en 2007) no han hecho envejecer en exceso aquel informe, manteniéndose vigentes muchas de las observaciones allí recogidas. Es cierto que el estado de cosas, en términos de violencia bélica y estructural o en los niveles de desigualdad económica y social a nivel mundial, no ha cesado de deteriorarse en estas dos décadas y que el optimismo (que no euforia) que desprendía aquel informe respecto a las posibilidades emancipatorias del ciberespacio podría verse empañado si uno se limita a comprobar en qué medida aquellas expectativas se habrían cumplido. No obstante, aquel estudio nos sigue pareciendo una magnífica piedra de toque, entre otras cosas, para tomarle el pulso al estado de la crítica de la cibercultura.

En la parte tercera y final de aquel informe y tras una brillante y bastante equilibrada descripción de los fundamentos de la cibercultura y del ciberespacio como matriz y medio de comunicación en que aquella deviene una realidad tecno-social, Pierre Lévy contestaba las grandes críticas o razones por las que este estado cultural (que él relacionaba con la cuarta gran revolución cultural de la historia: tras la aparición de la escritura, los alfabetos, la imprenta y los medios electrónicos de comunicación) generaba (y sigue generando) un amplio escepticismo cuando no una oposición radical entre los principales círculos de la crítica cultural. Antes de repasar, en contrapunto con los argumentos de Lévy, conviene recordar el pilar nuclear de la presentación de la cibercultura que hizo Lévy, esto es, el concepto de inteligencia colectiva. Esta ha sido una idea especialmente influyente y relevante, entre otros aspectos, en la pujante emergencia de las nuevas narrativas transmediales y/o del transmedia storytelling, según la definición seminal de Henry Jenkins (2008). En primer lugar, es oportuno aclarar que Lévy planteó este concepto en términos de un “proyecto”, un proyecto básicamente heredero de la modernidad y movido por intereses básicamente emancipadores. El principio del conocimiento “en red” está en la base de este concepto de inteligencia compleja, que nosotros denominaríamos ciborguesca, dado el nivel de integración “humano-máquina” que supone, y que Lévy hace descansar en el poder de la conexión e interacción de los saberes individuales, cuya suma resultaría inferior al del funcionamiento reticular de dicha agregación a través de las plataformas tecnológicas y las instituciones y prácticas sociales y culturales integradas en el ciberespacio. Más que una “utopía tecnológica”, Lévy la reivindicaba como la reactivación del viejo proyecto de emancipación de lo humano a partir de las disponibilidades técnicas del presente, y ello a partir de tres tesis fuertes (Levy, 2007: 183-184):  a) tanto la inteligencia colectiva como los dispositivos técnicos que la apoyan no pueden imponerse por poder central alguno, siendo sus beneficiarios también responsables de su funcionamiento, el cual debería ser progresivo, integrador, incluyente y participativo; b) la inteligencia colectiva es más “un problema abierto” que un programa aplicable de forma inmediata. Lévy siempre admitió que hay versiones distintas de la red (desde el “gran supermercado”[6] o el mayor espacio de vigilancia conocido, hasta versiones más políticas y democráticas como la que su informe promocionaba) y que este modelo, siguiendo el lema platónico-derridiano del pharmakon, puede ser tanto remedio (para los que se atreven a intervenir y aprovechar el complejo de opciones abiertas y en conflicto) como veneno de los que quedan fuera, excluidos o autoexcluidos de alguna forma; y c) los dispositivos técnicos no garantizan la actualización de sus potencialidades más beneficiosas. Las tecnologías del ciberspacio no determinan sino que condicionan los posibles cambios o evolución social.  Esta es una lección aprendida de la historia del cambio tecnológico. Ninguna revolución cultural ha sido la consecuencia automática de un cambio tecnológico. El futuro, en este sentido, siempre está abierto.

El rechazo del determinismo tecnológico es una de las premisas que cualquier agente en este debate debe tomar muy en serio pues, no importa si se alinea en las filas de los apocalípticos o en la de los integrados, dicho determinismo es el lastre que normalmente ha perjudicado este debate, al menos y sobre todo en el campo del pensamiento y de las Humanidades Tecnológicas o Digitales.

Como decíamos más arriba, nuestro propósito es revisar el debate actual sobre las vinculaciones entre cultura, tecnología y sociedad en el contexto de crisis económica y política que aqueja a las democracias propias de los estados nación contemporáneos. Y en este punto lo haremos contrapunteando la crítica de la crítica que ensayaba ya Pierre Lévy, en el texto al que venimos refiriéndonos, con los argumentos de tres autores que, desde perspectivas paralelas, han ejercido dicha crítica de la cibercultura en ensayos recientes de indudable relevancia: el filósofo alemán Byung-Chul Han, en particular en su ensayo Psicopolítica (2014), y dos teóricos y críticos de la cultura españoles, ambos poetas, Antonio Méndez Rubio, en Comunicación, cultura y crisis social (2015) y el sociólogo César Rendueles, en Sociofobia. El cambio político en la era de al utopía digital (2013) .

Para Byung-Chul Han la cibercultura formaría parte del régimen neoliberal que transforma la explotación ajena en autoexplotación, aislando al sujeto e inhabilitándole para toda acción colectiva que implique a un “nosotros”. Esta es la inteligencia del capitalismo, su habilidad para evitar toda resistencia, producir una mayoría de ciudadanos depresivos y desactivar la política en un régimen dominado por la  dictadura de la transparencia (2014: 20), una suerte de volcado universal y voluntario de información que el individuo entrega sin coacción alguna, transformando su ser en una colección fragmentaria de datos, listos para ser convertidos en mercancía.  La obsesión contemporánea por la transparencia iría mucho más allá de la lucha contra la corrupción o por la libertad de información, convirtiéndose en una “coacción sistémica” dirigida a eliminar el potencial opositivo de la negatividad a base del encumbramiento incontestable de la información (2013: 13). Las apelaciones continuas a la positividad (no solo en cuanto a aceptación afirmativa del estado de cosas sino en cuanto a la cosificación de la vida y del propio yo) y a la disponibilidad permanente en la comunicación (el relato continuo de la propia vida), junto a la borradura de la “negatividad”, acaban convirtiéndose, paradójicamente, en una negación de la vida, impensable (para Han) sin el dolor ni la negatividad y, añadiríamos nosotros, sin el silencio. “Sin negatividad, la vida se atrofia hasta el “ser muerto”, en expresión de Hegel (2014: 49). Desde el ámbito de la cultura visual, habría que relacionar este imperio de la transparencia con lo que en la cultura audiovisual se ha registrado como el impulso a la dominación del tiempo a través de la emulación o clonación de la visión total, un régimen escópico que estaría dominado por la cronoendoscopia (Felipe y Gómez, 2014).

Han define este régimen como el de la psicopolítica digital, trascendiendo la teoría foucaultiana de la biopolítica, que habría sido apropiada para comprender el régimen de poder sobre los cuerpos en las sociedades industriales modernas, pero no tanto para comprender las dinámicas de control y explotación de la libertad que el nuevo panóptico de las redes digitales pone en juego, con la conformidad de quienes aceptan “una vigilancia sin vigilantes”. El panóptico benthamiano dejaría paso al imperio de la total visibilidad y exposición, en el cual la avasalladora irrupción del Big Data le parece un “instrumento de dominación” (2014: 25). En cuanto  herramienta de “predicibilidad” del comportamiento humano, la que considera ideología del “bigdataísmo” cercenaría la apertura o percepción de la apertura necesaria del futuro para una auténtica libertad. Han es apocalíptico en su juicio: “El Big Data anuncia el fin de la persona y de la voluntad libre” (26)[7].

Son varios los aspectos de la crítica de Han que merecería la pena confrontar con los argumentos de Lévy, entre ellos la simplificación en la dicotomía del carácter físico/virtual del producto tipo del régimen industrial respecto a la desmaterialización (“no-físico”) de las “producciones inmateriales e incorpóreas” en el régimen neoliberal. En efecto, cabe aclarar que la “virtualización” no equivale a “desmaterialización” (Lévy, 2007: 40).  Una imagen virtual no es irreal o inmaterial, su codificación informática precisa de un soporte físico para existir “ocupa una porción determinada del espacio, moviliza un material de inscripción, una maquinaria que cuesta y pesa, exige una energía física para ser grabada y restituida” (40). Lo que sucede es que ocupa menos, es más fluida y volátil que la fotografía en papel y es más fácil de manipular. El gran cambio o “ventaja” no es solo la maleabilidad de la imagen sino la posibilidad de hacerse visible según modos distintos a los propios de “la reproducción masiva”, una circunstancia relevante a la que no llega la argumentación de Byung-Chul Han.

En el fondo, con lo que nos estamos enfrentando es con la necesidad de percibir y comprender la centralidad del software en la cultura contemporánea, algo que la filosofía y los estudios literarios no pueden desdeñar.  En palabras de Lev Manovich, autor pionero en la caracterización del lenguaje de los nuevos medios siguiendo una arqueología muy cercana a los estudios de la intermedialidad:

El software ha reemplazado toda una serie de tecnologías físicas, mecánicas y electrónicas que antes del siglo XXI se empleaban para crear, almacenar y distribuir  y acceder a los objetos culturales […]. El software se ha convertido en nuestra interfaz con el mundo, con los demás, con nuestra memoria y nuestra imaginación: un lenguaje universal que el mundo emplea para hablar y un motor universal que propulsa el mundo”. El software, en definitiva, es el motor de combustión y la electricidad de comienzos del siglo XXI. (Manovich 2013: 16-17)

3. ¿Cuál es la correlación entre información y cultura en el contexto de la cibercultura?

Una de las grandes metáforas, totalmente asumida por los gobiernos, grandes instituciones y corporaciones empresariales internacionales, con la que se ha denominado a la cibercultura es la de la Sociedad de la Información (Castells, 2001). Siendo nuestro principal foco de interés la especificidad que en dicho modelo de sociedad adquiere la compleja matriz de prácticas, instituciones, normas, hábitos de creación, circulación, experiencia y uso de bienes que llamamos “cultura”, se hace precisa la pregunta ¿de qué hablamos cuando hablamos de información? Antonio Méndez Rubio, uno de los críticos culturales provenientes de la teoría de la literatura más conspicuos del panorama español, acierta al sacar a la luz la duda de si una relación meramente “informativa” (obtención, selección, clasificación, recuperación, distribución, procesado, gestión de datos) puede llegar a ser auténticamente “dialógica”, es decir, si se da un intercambio auténtico entre emisores y receptores en dicho tipo de relación.  “Una relación informativa – afirma Méndez Rubio – no requiere este intercambio de posiciones, esta interacción dialógica, este movimiento mutuo de puesta en común” (2015: 43).  No hay, según esto, garantía de que el perfeccionamiento y aceleración de la distribución de la información en las redes tecnológicamente avanzadas redunden en un aumento de la comprensión y, menos aún, de la acción social. Y recordemos que la diferencia esencial entre “información” y “conocimiento” es precisamente el paso por el “filtro” de la comprensión para poder acceder al segundo. En una dirección paralela, desde el ámbito de la sociología de la comunicación, establecía Manuel Castells la diferenciación entre el paradigma productivo informacional (sociedad informacional), basado en las tecnologías de la información y el más amplio de sociedad de la información, vinculando dicha diferencia a la articulación del poder y los contrapoderes en la sociedad red global (2009).

En resumen, la “naturalización” e implantación del concepto de “sociedad de la información”, desde los años 70 hasta el arranque del siglo XXI, precisaría hoy de una problematización de la asunción de que la comunicación social es una cuestión básicamente “institucional”, cuyos motores serían ante todo gobiernos y empresas (Méndez Rubio, 2015: 51), tanto más cuanto sabemos que su impacto sobre las políticas y programas educativos no ha dejado de crecer en los últimos años.  La clave está en resistirse a la separación de la ecuación tecnología–saber respecto de la de cultura–poder  lo que, al final, dará como resultado en la reflexión crítica, la elucidación del funcionamiento en este contexto del binomio  saber–poder (Méndez Rubio 2015: 58).

Por otro lado, la descripción a la que llega César Rendueles de la red es clara: no es que en Internet parezca no haber compromisos fuertes en sentido normativo, es que resulta ahora mismo difícil creer que los haya. Independencia y cooperación parecen incompatibles con “autogobierno fuerte” o “sistema burocrático” (la descentralización es la clave). En cualquier caso, la producción de “contenidos libres” en Internet es “parasitaria”, depende de otras vías de sustento o del tiempo libre (2013: 107). Las redes digitales, en el fondo, estarían generando la ficción de un nuevo tipo de comunidad: “la cooperación en red se parece tanto a una comunidad política como una gran empresa se parece a una familia extensa. Internet es la utopía postpolítica por antonomasia” (Rendueles, 2013: 117).

4. Primera crítica de la crítica:  la sustitución

Uno de los mantras de la crítica de la cibercultura es la virtualización o desmaterialización de la vida operada por las tecnologías digitales, como si los ciudadanos hubiéramos comenzado a vivir en un universo paralelo o se hubieran cumplido las peores expectativas del efecto de simulacro baudrillariano. Ante dicho discurso del miedo a la virtualización de la vida[8] Pierre Lévy reivindica la responsabilidad intelectual de sacar a la superficie y valorar las posibilidades que para el desarrollo humano tiene la emergencia de la cibercultura, frente a prácticas (en el momento en que Lévy escribe) solo parcialmente dominantes en ella, tales como la mundialización capitalista, la hegemonía estadounidense o de una nueva clase de tecnopoder; otras minoritarias (como la criminalidad en las redes) o simplemente mal comprendidas (como la idea de que el desarrollo de grandes espacios virtuales supongan el final del espacio físico común).  En este sentido, ¿es correcto pensar que el ciberespacio “determina” la sustitución de las relaciones humanas personales, directas, por relaciones virtuales? Desde luego es evidente que ni Internet ni el ciberespacio han acabado con grandes tecnologías culturales y modos de comunicación del pasado (ni las culturas orales, escritas, ni los medios de masas como la televisión o el cine desaparecen con al cibercultura). Eso sí, han modificado sus modos de creación, producción, distribución y consumo. Igualmente el crecimiento exponencial de la conectividad y acceso a Internet, como de las redes inalámbricas, una tecnología fundamental para comprender el desarrollo reciente de la cibercultura (Castells, 2009), no ha disminuido ni la movilidad y número de contactos internacionales. Los mayores usuarios del ciberespacio son, según Lévy, los más móviles y los más sociables.

A pesar de lo plausible de estos argumentos, ¿no han resultado afectados otros aspectos cruciales de la vida social por la proliferación de sus extensiones o prolongaciones en el ciberespacio? Ya veíamos más arriba cómo César Rendueles, quince años después del informe de Lévy, destacaba la debilidad de la ecuación entre ciberactivismo y compromiso o acción social efectiva. En la misma dirección, Byung Chul Han habla de la domesticación por el capitalismo del “me gusta”, del modo en que la explotación de las emociones lleva a una ludificación que, como modo de producción, destruye el potencial emancipador del juego” (Han, 2014: 81).

Lévy, por su parte, cuestionaba la falacia de la sustitución o de la existencia de dos mundos paralelos, que identificaba tanto del lado de tecnoescépticos como Paul Virilio, como del lado de tecnoutópicos como Nicholas Negroponte, cuyo lema del paso del mundo de los átomos al de los bits era una simplificación igualmente falsa (Negroponte, 1995). Es preciso, añadimos nosotros, insistir y analizar la materialidad de las tecnologías de lo virtual, algo que ya discutió con gran eficacia Katherine N. Hayles (1999).

En este ámbito debemos enfrentarnos a uno de los problemas o tendencias que más ansiedad generan en la percepción, vivencia y crítica de la cibercultura, la cuestión de la velocidad.  Probablemente aquí está uno de los efectos culturales más evidentemente merecedores de un análisis adecuado y una crítica bien fundamentada. Porque además la cuestión no depende solamente de la rapidez del cambio tecnológico y la vertiginosa obsolescencia de los dispositivos, sino también del crecimiento casi inconmensurable de la economía de la información. Si bien es verdad que la interconexión existente entre realidades virtuales y realidades físicas puede rastrearse sin muchos problemas, no es menos cierto que el  aumento exponencial de nuestro universo informacional (se habla de que el 90% de la información disponible hoy ha sido generada en los últimos pocos años), que habría provocado la configuración de la teoría y percepción del Big Data, es de tales dimensiones que el ciberespacio se experimenta de forma creciente por el ciudadano medio desde un desfase enorme entre los mundos virtuales y los reales.  En este sentido y por lo que a posibles soluciones de gestión de este desfase cultural se refiere, coinciden defensores y críticos de la cibercultura, sobre la base de que la tecnología no es autónoma y sus desarrollos pueden estar, y a menudo están, más en las manos de sus usuarios de lo que creemos, lo que nos llevaría a recuperar la célebre teoría de los efectos limitados de los medios de Lazarsfeld.

En definitiva, respecto a la crítica de la sustitución, si la cibercultura se convierte, como intuía Lévy en el “centro de gravedad de la galaxia cultural del siglo XXI” eso no significa que “lo virtual” sustituya o vaya a sustituir a “lo real”.  Hace ya algún tiempo, basándonos en la teoría bajtiniana de la dialogía, proponíamos un modo de comunicación dialógico para la cibercultura (Sánchez-Mesa, 2003), uno de cuyos fundamentos era la retroalimentación, en bucles rizomáticos continuamente oscilatorios, entre la vida offline, donde se siguen tomando, por cierto, las decisiones que gobiernan el mundo, y la vida online, donde se han construido los espacios más obviamente accesibles (todo el que tenga conexión a una terminal de la red puede participar en ese espacio global común) en las cuales aquellas decisiones se hacen efectivas.

5. Segunda crítica de la crítica: Crítica de la dominación

Lévy sostiene que el dinamismo de la cibercultura hace posible una articulación efectiva, “verdadera dialéctica”, dice él, de la utopía y los negocios (2007: 194). Las dudas, sin embargo, abundan entre los teóricos críticos de la cultura para quienes las dinámicas de poder no se verían realmente alteradas por la evolución de los nuevos modos de comunicación e información e incluso tenderían a ser borradas por los intereses tecnocráticos. ¿Quién controla las innovaciones tecnológicas? ¿la sociedad o los más poderosos en la sociedad? ¿qué es lo que hacemos en Internet? ¿comunicarnos con el suficiente tiempo y nivel de profundidad o navegar, es decir, informarnos? (Méndez Rubio, 2015: 45). Si bien es verdad que estas dudas se mantienen como oportunas y razonables, también lo es que las posibilidades abiertas por las redes sociales están apenas por explotar, y así lo reconoce el propio Méndez Rubio: “las redes sociales podrían ser más que un espacio de entretenimiento […]. Pueden ayudar a liberar la relación entre sociedad y poder” (45).

Los estados, junto a las grandes multinacionales y el gran capital de las finanzas y las empresas de tecnología avanzada (Google, Microsoft, Facebook, Oracle, etc.)  no podrán determinar (absolutamente habría que matizar hoy) “el desarrollo de un dispositivo de comunicación que será crucial en el funcionamiento de la economía y la tecnociencia planetarias” (Lévy, 2007: 195). El World Wide Web, desarrollado entre 1990-1997 en el CERN de Ginebra por una pequeña comunidad de investigadores, no fue el resultado de la acción de los grandes agentes del negocio multimedia (IMB, ATT, Microsoft, el ejército de EE. UU.) sino de los propios cibernautas.

Sin embargo, las dudas persisten:

¿Está orientada la Sociedad de la Información, tal como hoy se presenta a si misma, hacia un crecimiento, avance y desarrollo real del ideal democrático? ¿o, por el contrario, nuestro modelo social se rige por principios de rentabilidad sectorial para los que la comunicación y la democracia están como mucho en un segundo plano? (Méndez Rubio, 2015: 52)

La cuestión está en si seremos capaces de reivindicar el pensamiento crítico a favor de la participación en las dinámicas de orientación de las tecnologías digitales interactivas de la info-comunicación, sin sentirnos por ello automáticamente cómplices del tecno-fascismo. Al mismo tiempo, hay que dirigir el discurso crítico a esas otras grandes tendencias que explotan, como eficaces aliados, los nuevos medios, para consolidar las estructuras de dominación vigentes, aumentando aún más los desequilibrios y situaciones de injusticia en que se encuentran los individuos y las comunidades. Así pues, a Dios rogando y con el mazo dando, si se me permite la castiza expresión, contagiada del espíritu religioso (de re-ligare) tan propio de toda intervención en este debate. Los más poderosos adquieren, probablemente, más poder en los circuitos comunicativos y productivos de la cibercultura, pero, al mismo tiempo, la complejidad de las estructuras y dinámicas que rigen el ciberespacio, convierten en más incierto el proceso de cambio tecnosocial, donde no todo el mundo se agolpa en las puertas y portales web de los grandes almacenes para comprar un móvil de 600 euros en el Viernes Santo de la Sociedad de la Información (Black Friday).

Especialmente polémico resulta el papel de los medios de comunicación en el debate, siendo sintomático que Lévy desvíe hacia la televisión las críticas de irrealidad y bloqueo de la acción que recibe  el ciberespacio. Precisamente éste, por más cercano a la vida, deformaría menos la existencia, al concitar también no pocos actores e intereses con poco honestas intenciones. Es evidente que un medio en el que los puntos de referencia y nodos informativos son tan innumerables, hace mucho más difícil la manipulación frente a otros, con la televisión a la cabeza, con muy pocos centros de emisión (Lévy, 2007: 198).

A fin de cuentas, la raíz del debate descansa en la oposición que atraviesa las teorías culturales de la transición del XX al XXI, que prolongan las escenificadas a propósito de los medios de masas en el XX. Por un lado el liberalismo (clásico, no radical) de posiciones como las del filósofo tunecino para quien el “comercio no es un mal en sí” y  el gran zoco mundial y la red de redes de cooperación y construcción cultural no son excluyentes ni incompatibles con la democracia, como tampoco la inteligencia colectiva lo sería con el supermercado planetario, por lo que no estaríamos obligados a elegir entre uno y otro (Lévy, 2007: 200-201). Por otro lado, las posiciones de la crítica cultural de orientación postmarxista que, como en el caso de César Rendueles, señala que la economía capitalista tiene “una relación paradójica con el desarrollo tecnológico”: mientras que la innovación es fundamental para el fortalecimiento del sistema, al mismo tiempo, tiene consecuencias sobre las “fuentes de plusvalor consolidadas” (2013: 53). En efecto, no está claro cómo contribuir a que se armonicen dos dinámicas que parecen confrontadas: 1ª la transversalidad, apertura y extensión global de las fuentes de saber que trae consigo la sociedad de la información y 2ª los consiguientes límites de la propiedad y control de la cultura (Méndez Rubio, 2015: 58). La misma crisis de los ingresos y sistemas de protección de la propiedad intelectual en la economía del conocimiento no dejaría de acusar la paradoja de que las industrias que mayores beneficios generan (software de aplicaciones y entretenimiento, farmacéuticas, productos culturales online) requieren de sistemas de protección de la propiedad intelectual (favorecida por los gobiernos estatales) y luego son ellas precisamente las más dispuestas a la especulación en los mercados financieros (Rendueles, 2013: 60). El auge de las políticas de protección de la propiedad intelectual no es un síntoma de la valoración de la economía cognitiva sino una “palanca legal” para seguir asegurando el predominio de las potencias económicas sobre la periferia global en un momento en que siente la presión de ésta geopolíticamente hablando. Los beneficios de Google, App Store, Amazon o eBay están igualmente en esa financiarización de la propiedad intelectual digital (62).

En cualquier caso, y a pesar de que Internet es un espacio en el que el altruísmo es posible y se desarrollan formas de cooperación de gran originalidad y atractivo la realidad no parece demostrar que un acceso creciente a Internet aumente las cotas de democracia (participación y cooperación). De hecho, en opinión de Rendueles, “no solo no conduce a la crítica política y la intervención ciudadana sino que, en todo caso, la mitiga” (2013: 52). Las opciones reales de una acción social con potencial transformador pasan por el compromiso, es decir, por la permanencia y estabilidad en los vínculos generados online, algo distinto al altruísmo, cuya estructura psicológica de decisión no se diferenciaría del egoísmo (es una decisión personal voluntaria que no tiene que ver con los demás). Rendueles incluso observa una proporción baja de participación o preocupación en el ciberactivismo sobre la crisis de representatividad política, el paro estructural, la desigualdad de género… (2013: 93).  En este sentido, el mismo Piérre Lévy ya mostraba una clara conciencia de que la inteligencia colectiva debía asegurar también orientarse hacia el establecimiento de lazos estables de confianza, duraderos y no simplemente a la capacidad de innovación o aprovechamiento de los recursos colectivos de conocimiento (2007: 182).

6. Tercera: crítica de la crítica

Esta tercera contra-crítica, planteada desde los argumentos del mismo Pierre Lévy, no está tan dirigida a conceptos o grandes percepciones sobre la cibercultura como hacia el estamento de expertos en saberes institucionalizados que han (hemos) ejercido de intermediarios en el estado cultural que está en crisis. Es posible que la crítica deba ajustar su discurso a estas nuevas dinámicas de autorregulación del gusto y valoración culturales (folksonomías) y que todo un estrato como el de la crítica especializada (fundamental en la institución literaria moderna) deba adaptarse a esta pérdida de prestigio e incidencia real en la experiencia cultural (y en su mercado). No obstante, la necesidad de semejante adaptación no debe hacernos perder de vista que algunas de las aplicaciones de la inteligencia informacional que se identifican con tendencias tan poderosas como las del Big Data puedan llegar a encumbrar a sistemas como el de las recomendaciones automatizadas de Amazon en una suerte de “avance cultural” en el ámbito del comercio y el consumo online. Merece la pena recordar la pequeña historia de este sistema, no solo porque se ha convertido en un modelo del comercio en la red (Amazon es la mayor tienda virtual del mundo), sino por la conexión, siquiera lateral, con la institución de la crítica literaria. Originalmente, Amazon contrataba a críticos literarios para la realización de críticas de sus libros. Sin embargo, ante el crecimiento masivo de su catálogo y la imposibilidad de responder económicamente de forma satisfactoria a dicha función de intermediación (por no hablar de la perversión en algunos casos de dicho sistema[9]), a finales de los 90 el ingeniero Greg Linden les planteó la posibilidad de aplicar un algoritmo denominado “filtrado colaborativo ítem a ítem”, que funcionaba cruzando los datos de millones de clientes (Amazon cuenta con más de 150 millones de cuentas de clientes) y de los cientos de millones de ítems adquiridos por aquellos, buscando coincidencias que permitieran recomendar otros productos que habían interesado a los compradores del mismo ítem recién adquirido o considerado por el nuevo cliente. La valoración de Scott Rughfield (directivo de programación de Amazon) nos ahorra más comentarios:

El cerebro del propietario de una librería no es tan grande como el cerebro colectivo de todo el mundo. Intentamos sacar a los humanos de la ecuación. Los humanos creen que son expertos e intentan adivinar las pautas. Pero por lo general se equivocan. (citado en Parra, 2011)

Lo que se compra poco, por lo tanto, no existe en el sistema de recomendaciones automatizado, la interpretación experta desaparece y, aún más, cualquier tipo de interpretación tiende a desaparecer (las reseñas de los lectores). Ni siquiera las posibles razones por las que un libro determinado haya obtenido un alto éxito de compras estará a nuestra disposición, dando por hecho un funcionamiento motivacional fundamentalmente homogéneo del público y alimentando de modo efectivo esa homogeneidad que se convierte en la ley de consumo: “si tanta la gente lo ha comprado no puede ser malo”. El análisis de las emociones de los consumidores a través del procesamiento del lenguaje natural y los metadatos avanza a pasos agigantados en el terreno de las redes sociales.  Existe un nuevo software de “análisis emocional” capaz de rastrear las estimaciones emocionales de los consumidores ante determinados productos a través de sus textos de opinión en las redes sociales o blogs[10]. El software se convierte así en el medio de proporcionar una objetividad orientadora para la industria, en este caso editorial.

Lévy no pretende ingenuamente que el ciberespacio conlleve algo así como una superación de las relaciones de poder y las desigualdades económicas, pero imagina que el efecto que el ciberespacio puede tener sobre una “mayor transparencia” del mercado deja abierta la posibilidad de que puedan convivir las dos versiones extremas del liberalismo capitalista: la de la igualdad de oportunidades para los talentos en libre competencia (gran número de pequeños productores) y la de los grandes grupos de comunicación y su ambición de reducir la diversidad al mínimo (2007: 205). La voz crítica que denuncia el “totalitarismo” de este escenario sentiría nostalgia, dice Lévy, de su propio dominio total del campo.

7.  Final (provisional)

En este artículo hemos ensayado el mapa de algunas de las coordenadas conceptuales básicas para un mejor entendimiento de las condiciones de posibilidad del ejercicio de una disciplina académica como la Literatura Comparada en el contexto de la cibercultura. En el territorio específico de las conexiones entre teatro y cibercultura sigue abierto un debate fascinante sobre los posibles cambios en estos nuevos entornos comunicativos y tecnológicos experimentados por el cuerpo así como sobre los nuevos modelos y funciones del espectáculo teatral o la performance en el seno de unas sociedades caracterizadas por una complejidad conflictiva y de un campo cultural donde la hibridez y la intermedialidad se hacen más patentes con el concurso de las tecnologías multimedia y las nuevas formas de creación y recepción transmediales. En dicho contexto, el que algunos de los investigadores que más están profundizando en la reconfiguración y experimentación de las formas de espectáculo dramático y las nuevas formas y modos teatrales en la cibercultura se identifiquen, administrativamente, con el área de Teoría literaria y Literatura Comparada, no es una casualidad (Anxo Abuín,  José Mª Paz Gago, Virgilio Tortosa, Mª Ángeles Grande, Mª José Sánchez Montes, Laura Borràs, Teresa López Pellisa, etc.) y ello merece la pena ser destacado y valorado, abriéndose extraordinarias perspectivas para esta faceta de las Nuevas Humanidades.

En el fondo, esta es la premisa fundamental, las tecnologías no son ajenas a la cultura, de ahí la impropiedad de reducir la discusión, como señalaba el mismo Pierre Lévy, a la recurrente metáfora del “impacto” de las tecnologías sobre la cultura (2007: 5). En efecto, la reivindicación del pensamiento teórico y humanista sobre la relación entre cultura y sociedad (Molinuevo, 2006; Sánchez-Mesa, 2010) sigue siendo una empresa necesaria, toda vez que Internet y el ciberespacio no son simples tecnologías que usamos, sino espacios sociales y culturales que habitamos, lo que nos condiciona a dar respuestas críticas y culturales a los grandes problemas de este tiempo, “junto a” y también “más allá” de las soluciones técnicas e informacionales que emanan de los ámbitos de la ingeniería informática y la gestión de datos.

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Caracteres vol.4 n2

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Notas:    (↵ regresa al texto)

  1. Este artículo es publicado con el apoyo y en el marco del Proyecto I+D del Ministerio de Economía y Competitividad, “Narrativas Transmediales: Nuevos modos de ficción audiovisual, comunicación periodística y performance en la era digital”, Referencia CSO2013-47288-P.
  2. El texto se publicó originalmente en ruso en 1979, y fue traducido por Tatiana Bubnova y publicado en español en 1982, en México, Siglo XXI.
  3. Recordemos la alarma previa del peligro que se avecinaba con la expansión de los Estudios Culturales (postcoloniales, feministas y de género sexual) que suscitó el informe Bernheimer, titulado Comparative Literature in the Age of Multiculturalism (1995).
  4. Una década después de aquella declaración, el informe que cada década edita la ACLA, coordinado esta vez por Ursula Heise (UCLA), 2014-2015, está disponible, por vez primera, en formato online y bajo la modalidad de “call for papers” <http://stateofthediscipline.acla.org> con una sección titulada “Paradigm Shift”, donde aparece destacado un trabajo firmado por Totosy de Zepetnek, que ha encabezado la sección de la ACLA sobre Humanidades digitales y nuevas formas de validación y publicación científica en al disciplina.
  5. Aquel artículo fue precisamente un texto para la discusión durante el primer curso europeo en Humanidades a través de nuevas tecnologías (Humanities I), programa Socrates-ODL de la UE (1995), coordinado desde el Dpto. de Lingüística General y Teoría de la Literatura de la UGR.
  6. Hacemos un guiño aquí a una corriente de estudios bien establecida y que corre en paralelo a algunos de nuestros planteamientos, los estudios CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad), cambiando bajo la “C” Ciencia por Cultura, desde el convencimiento que la segunda engloba, sin duda, a la primera.
  7. El propio Lévy recuerda que Bill Gates se refirió al significado del ciberespacio como el advenimiento del “mercado último” (Gates, 1995).
  8. El profesor Francisco Herrera, experto en soft computing de la UGR, ofrece la siguiente definición: “En resumen big data son datos cuyo volumen, diversidad y complejidad requieren nuevas arquitecturas técnicas, algoritmos y análisis para gestionar y extraer el valor y conocimiento encerrado en ellos” (2015: 97).
  9. Pierre Lévy ya rebatió filosóficamente la simplificación de “lo virtual” como algo ajeno a la realidad en sus primeros libros sobre la cibercultura Qu´est ce que est le virtuel? (1995) y Cyberculture (2000).
  10. Se registró la incidencia tanto del comercio de críticas positivas para favorecer las ventas como de la intervención de algunos autores en la crítica negativa de rivales, como fue el llamativo caso del mismo James Ellroy.
  11. Es el caso de Tekstum, un software (start-up de Big Data) diseñado para el sector editorial.

Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital | ISSN: 2254-4496 | Salamanca