Hermenéutica o hermética. Oposición y conjunción de dos tradiciones interpretativas

Hermeneutics or hermetics. Opposition and conjunction of two interpretative traditions

Carmen Fernández Galán (Universidad Autónoma de Zacatecas)

Gonzalo Lizardo Méndez (Universidad Autónoma de Zacatecas)

Artículo recibido: 7-9-2012 | Artículo aceptado: 30-10-2012

ABSTRACT: Reading the world like a book or reading a book like a world are two ways of interpretation that permit the tracing of hermeneutic traditions. In an attempt to achieve the conjuctio oppositorum, we explore the tension between hermetics and hermeneutics that forks in the road of science and literature, whose borders are blurred. The ways of revealing the truth are multiple: analogy, metaphor, archetypes and symbols imply routes of intertextuality for the reader, who in turn completes the interpretation in his own horizon of expectations. In the conjunction, and not in the opposition, between hermeneutics and hermetics, it will be possible to open new spaces for the living and creative interpretation of life and texts.
RESUMEN: Leer el mundo como libro o leer el libro como mundo son dos modos de interpretación que permiten dibujar las tradiciones hermenéuticas. En un intento de alcanzar la conjuctio oppositorum, exploramos la tensión entre hermética y hermenéutica que se bifurca en el camino de la ciencia y la literatura, cuyas fronteras se desdibujan. Las formas de desvelar la verdad son múltiples: analogías, metáforas, arquetipos y símbolos implican recorridos intertextuales para el lector que, a su vez, completa la interpretación en su propio horizonte de expectativas. En la conjunción, y no en la oposición, entre las tradiciones hermenéutica y hermética, será posible abrir nuevos espacios para la interpretación viva y creativa de la vida y de los textos.

KEYWORDS: hermeneutics, hermetic, semiosis, interpretation, symbol
PALABRAS CLAVE: hermenéutica, hermética, semiosis, interpretación, símbolo

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La relación de los hombres con los signos ha estado condicionada históricamente por una paradoja determinante: entre más libertad se les conceda a los hombres para interpretar, mayores serán las posibilidades de que se incomuniquen o se malentiendan; por el contrario, entre menos libertad interpretativa se les conceda más estrechas serán sus posibilidades de formular hipótesis y producir nuevos conocimientos. Entre ambas posibilidades —entre ambos peligros—, Umberto Eco discierne dos modos contrapuestos de interpretación, uno de ellos regido por el racionalismo griego, y el otro por lo que él llama la semiosis hermética. De acuerdo con su caracterización, el primer modelo se fundamenta en los principios de identidad, de no contradicción y de tercero excluido que caracterizan el modus lógico, mientras que el segundo niega esos principios, enroscando las cadenas causales, de tal modo que «el después precede al antes» y se puede estar «bajo formas diferentes, en lugares distintos en el mismo momento» (Eco, 1998: 51).

Planteados así, estos modelos tienen su historia. La primera tradición —que llamaremos a secas «Hermenéutica»— tuvo su origen mítico en el Hermes griego, buscó sus fundamentos en la lógica aristotélica y fue adoptada por la ortodoxia cristiana, agrupada en torno a Roma, para defender e imponer el «sentido literal» de las Escrituras. La segunda tradición —que conoceremos como «Hermética»— se generó a partir de la figura mítica de Hermes-Toth egipcio; fundada en el principio de la «semejanza», fue practicada por los heterodoxos gnósticos, herméticos y neoplatónicos que se aglutinaron en torno a Alejandría y que defendieron el derecho de explorar los múltiples, infinitos «sentidos alegóricos» latentes en los textos sagrados.

La hermenéutica nace de la tensión entra la palabra oral y escrita, entre la expresividad viva —pero efímera— de la oralidad y la inexpresividad fría —pero persistente— de la escritura. Como dios de las fronteras y de los viajeros, Hermes permite vencer estas fronteras espaciales, temporales y lingüísticas para que sus adeptos transiten de lo oral a lo escrito, de la verdad a la mentira, del olvido a la memoria. La influencia helénica en Egipto propició que el dios griego se fundiera con Toth, el inventor de la escritura, amalgamando la figura de Hermes Toth —o Hermes Trismegisto—: el intermediario que traduce las palabras al momento que las traiciona y las instituye. Esta fusión no deja de ser simbólica. Para compensar el distanciamiento provocado por el surgimiento de la escritura, por la colisión de distintos espacios lingüísticos y por el paso inevitable del tiempo, se volvió evidente durante el helenismo, la necesidad de resolver los problemas más específicos de la interpretación y de la traducción, entre los cuales destacan:

[…] la necesidad de conservar, a través de la filología, el patrimonio literario de la antigüedad; la urgencia de hacerlo comprensible a poblaciones diversas, por estirpe y por lengua y de adaptar los mitos arcaicos al contexto de una sociedad y de una ciencia más adelantadas. (Ferraris, 2007: 16)

Durante los primeros dos siglos de nuestra era, ambas tradiciones se fortalecieron por separado, configurando sus propias técnicas de exégesis y sus respectivos corpus textuales. Con la eficiente ayuda de Aristóteles, la ortodoxia romana se aglutinó en torno a un texto único y unívoco, La Biblia, mientras que, enfrascados en polémicas interminables, los gnósticos y herméticos nunca pudieron conformar un canon textual: los documentos reunidos en el Corpus hermeticum o los rollos de Nag-Hammadi, no son sino los despojos de su inevitable, fatal derrota política. A finales del siglo II, con la pequeña ayuda del emperador Constantino, recién convertido al cristianismo, la ortodoxia de Roma pudo imponer sobre el mundo occidental su dogma y su hermenéutica. Bien afianzados por los silogismos de la Escolástica, y bajo el amparo del poder político, los sabios cristianos se dedicaron así, durante toda la Edad Media, a consolidar y preservar su texto canónico en su arduo proceso de transformación del arameo al griego y al latín.

Como lo testifica la literatura medieval, con su abrumadora ortodoxia, la tradición gnóstica desaparece virtualmente de lo escrito —excepto de los archivos eclesiásticos que atesoraron sus confesiones. Perseguida por el estigma de la herejía, la tradición hermética se preservó de la censura refugiándose en los caminos menos transitados de la expresión oral, la cual permitía al maestro la transmisión de los saberes «ocultos» que requerían sus discípulos y que además permitía un recorrido iniciático. Cuando recurrieron a la escritura, cifraron su lenguaje bajo distintos velos y estrategias: sobrenombres, polivalencias, anagramas, cuadrados mágicos que combinaban letras o números. En los tratados de alquimia, por ejemplo, los procesos químicos eran descritos a través de historias, parábolas, paradojas y alegorías que, al trasladarse de un contexto cultural a otro provocaban confusiones —no siempre intencionales— que mantenían alejados a los neófitos. De acuerdo con esta hipótesis, los mitos gnósticos y los saberes herméticos sobrevivieron detrás de la jerga alquímica, disfrazados de sustancias o procesos cuya comprensión implicaba la prueba en el laboratorio por parte del adepto.

Durante el Renacimiento, el paradigma escolástico de conocimiento se fracturó por factores diversos: la abrumadora expansión de la cosmología ocasionada por Colón, Copérnico y Galileo; el desarrollo de la imprenta, que transfiguró la esencia de la escritura desplazando al texto sagrado por el profano bajo el régimen de la autoría, así como la influencia que ejerció el «descubrimiento» del Corpus hermeticum, atribuido a Hermes Trismegisto, un filósofo que habría existido 3500 años antes de Cristo y que fue saludado por los humanistas «como el más antiguo profeta de la humanidad, inspirador de paganos (Orfeo, Pitágoras, Filolao y Platón) y contemporáneo de Moisés, representando para ellos la garantía de la reconciliación entre la sabiduría pagana y la doctrina cristiana» (Piñeiro, 2007: 438). Esta fusión hermética les sugirió a los humanistas que existía una sabiduría primigenia, una Prisca Theologia que no era privativa de la iglesia católica. Y de ahí dedujeron el principio del sincretismo intertextual, según el cual, «todas las escuelas y pensadores filosóficos y teológicos conocidos contenían ciertos conocimientos verdaderos y válidos compatibles entre sí y que por tanto merecían ser reafirmados y defendidos» (Kristreller, 1970: 83).

Este viraje hacia la letra escrita propició el estallido de las interpretaciones. Si la palabra divina había sido entregada al hombre, todos los intentos por replegarla en la babel de las lenguas generó distintas vertientes de interpretación de acuerdo a la selección del sistema de escritura: la consonántica para la cábala, la fonética para el cristianismo, y la jeroglífica para el hermetismo renacentista, cuyo principio sincrético —aunado al principio hermético de semejanza o simpatía— propició una interpretación abierta e intertextual, como bien lo ha caricaturizado Foucault en Las palabras y las cosas.

Frente a esta apertura del sentido, propiciada por Hermes Trismegisto, la hermenéutica de la Reforma prefirió cerrar nuevamente el texto, centrándose  en el sentido literal y en el análisis textual de la Sola scriptura: condenando las alegorías y analogías propias del humanismo, Lutero y Calvino proclamaron que sólo las Escrituras contenían la verdad, literalmente —aunque Calvino recurriera a una metáfora para explicar que la Biblia, era un «pan con costra gruesa» que pocos creyentes podrían masticar. Por su parte, los teólogos católicos enfatizaron la necesidad de leer la Biblia literal pero contextualmente: sólo aquellos que dominaran el contexto histórico en que fueron escritos los libros bíblicos, estarían autorizados a interpretarlos. Con estas medidas, tanto la Reforma como la Contrarreforma persiguieron un objetivo semejante: limitar las derivas interpretativas propias de la heterodoxia, un hecho que ilustra irónicamente cómo dos proyectos ideológicos contrarios pueden perseguir los mismos fines mediante estrategias similares.

Si a este doble movimiento de censura aunamos el repudio de René Descartes hacia el libresco saber del humanismo y su apuesta por la razón individual fundamentada en los datos sensoriales empíricos, podría pensarse que el modelo de interpretación hermético estaba condenado a desaparecer. Desde que Casaubon demostró que el Corpus hermeticum no era anterior al cristianismo, como se creía, sino un conjunto heteróclito de libelos escritos en el siglo II de nuestra era, la tradición hermética entró en decadencia. El desahucio final de la tradición hermética fue formulado por Hermann Conring, en 1648, cuando demostró que las curas de Paracelso «eran inservibles, incluso peligrosas, y sus leyendas de legitimación histórica eran falsas» (Ebeling, 2007: 98). Desde ese momento, «hermetismo» se volvió sinónimo de «incomprensible» y sus adeptos, ignorando las críticas de Casaubon y Conring, se refugiaron en un número fluctuante de círculos ocultistas que sobreviven hasta la fecha.

Pero el desdén cartesiano hacia los libros también afectó a la hermenéutica, que desde entonces fue relegada, por la ciencia y la filosofía, a un papel instrumental, filológico, que no trascendería sino hasta el siglo XX, con la consolidación de la Hermenéutica metafísica de Heidegger y la Hermenéutica simbólica de Cassirer. Aquí podría terminar la historia de esta relación dual si, a diferencia de sus seguidores, el astuto Hermes no se hubiera disfrazado de Mefistófeles para invadir los territorios de la literatura. Entre muchas otras cosas, el Fausto de Goethe emprende una crítica de la lectura para manifestarnos, alegóricamente, un nuevo pacto interpretativo entre el Hombre, la Palabra y el Mundo. Luego de una dedicatoria, un preludio y un prólogo, la obra comienza cuando el viejo sabio se recluye en su gabinete para leer el Evangelio de San Juan:

Escrito está: «En el principio era la Palabra»… Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de otro modo si estoy bien iluminado por el Espíritu. —Escrito está: «En el principio era el sentido»… Medita bien la primera línea, que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento el que todo lo obra y lo crea?… Debiera estar así: «En el principio era la Fuerza»… Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no me atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo la solución, y escribo confiado: «En el principio era la Acción».(Goethe, 1999: 141-142)

Este párrafo ilustra, de manera ejemplar, el hermético procedimiento de la hermenéutica de Fausto. Inspirado por el «Espíritu», el sujeto sospecha que esos signos contienen una respuesta decisiva para su destino y se propone encontrarla usando la pregunta que le parece más adecuada. Si en el principio era la Palabra, ¿qué debe entenderse por «Palabra»? ¿La palabra que evoca o la palabra que invoca? ¿El Verbum del Evangelio o el Logos del Génesis? ¿La potencia inmanente o la acción contingente? Aunque sea un erudito, Fausto no emplea la filología ni la lógica para explicarse el texto, sino que prefiere valorar sus hipótesis mediante un proceso abductivo, invocando a ese Espíritu que «de improviso» le dicta la respuesta: en el principio no era la Palabra-vocablo que reproduce verbalmente al mundo, sino la Palabra-acción que contribuye a crearlo y a transformarlo. Y sólo entonces se apersona el «Espíritu» malévolo de Hermes, bajo la figura de Mefistófeles, dispuesto a colaborar con su nuevo amo.

Aún leída como la tragedia del sabio que abandona su biblioteca para transformar la sociedad y la Naturaleza, el Fausto de Goethe deja muy en clara su posición estética desde su «Preludio»: más que un tratado filosófico o un libro sagrado, estamos ante un espectáculo literario, montado para seducir tal «como se lleva una intriga amorosa», un artificio que dosifica el placer, las contrariedades y el dolor para mostrar la plena vida humana, esa vida que «todos la viven, pero pocos la conocen, y donde quiera que la toméis, allí ofrece interés. En pintarrajeados cuadros, escasa luz, mucho error y una chispita de verdad» (Goethe 1999: 112). Sólo cuando delimitamos los territorios del arte y la vida, podremos descifrar el Ser que yace cifrado tras los seres. Sólo cuando sabemos distinguir lo que hay de mentira y artificio en la obra, podremos acceder a la verdad de la «plena vida humana».

A partir de este nuevo pacto interpretativo que firma Goethe puede hablarse de una auténtica «hermenéutica literaria», que concibe a la Novela o el Poema no como un Objeto, sino como un Sujeto de la interpretación que interroga los Signos del Mundo mediante una conjunción de la Razón y la Intuición, del método hermenéutico y del delirio hermético. Mientras el autor de Fausto, como buen romántico, se dejaba conducir por sus intuiciones, Gustave Flaubert sólo confiaba en su disciplina: una Poética cuya concepción de la mirada y la palabra humana recuerdan tanto el pensamiento de Nietzsche. Pero quien mejor conjuntó estas tradiciones antagónicas fue un novelista irlandés, criado en los rigores de la escolástica aristotélica, y perseguido siempre por el demonio de la semiosis hermética.

Como lo ha demostrado Umberto Eco, James Joyce ha puesto las herramientas escolásticas al servicio de una intención casi alquimista: transformar el plomo gris de la vida en el oro reluciente de la poesía, mediante una coincidentia oppositorum de raíces herméticas (Eco, 1998: 11). En el capítulo cinco del Retrato del artista adolescente, el joven Joyce plantea la teoría que, con bases aristotélicas y tomistas, ha urdido para aprehender estéticamente la belleza. Tras delimitar la integritas del Objeto y analizar su consonantia, el Sujeto debe alcanzar la claritas, la luminosidad, realizando la única síntesis «que es lógicamente y estéticamente permisible» para aprehender la suprema cualidad de la belleza mediante una epifanía, un rapto estético, un «encantamiento del corazón» (Joyce, 1998: 253-254)

Si le quitamos a la «epifanía» el carácter casi místico que Joyce le atribuye, es sorprendente su semejanza con el concepto de abducción, esa inferencia intuitiva que, según Charles Sanders Peirce

[…] viene a nosotros como un relámpago. Es un acto de intuición, aunque sea una intuición extremadamente falible. Es cierto que los diversos elementos de la hipótesis estaban con anterioridad en nuestra mente; pero es la idea de juntar lo que jamás habíamos soñado juntar la que hace fulgurar ante nuestra contemplación la nueva sugerencia. (Peirce, 1978: 218-219)

Aunque Joyce y Peirce, al parecer, nunca se conocieron ni en obra ni en persona, la afinidad entre sus teorías resulta aleccionadora: en los umbrales entre la filosofía y el arte, la semiótica y la poética, la hermenéutica y la hermética, se impone la necesidad de interpretar, no desde los dogmas del método ni desde la deriva perpetua, sino desde una posición intermedia, una creativa conjunción de métodos sólo en apariencia opuestos: una interpretación analítica pero creativa, capaz de conciliar el rigor de la ciencia con el entusiasmo del arte, motivada por la curiosidad, el horror o la fascinación ante los misterios del Mundo, de la Palabra y del Hombre.

No es reciente esta opinión, por supuesto. Hay que aprender, quizás, a entretejer métodos analíticos y analógicos, sintéticos y sincréticos, literales y literarios, si se desea enriquecer tanto las habilidades del lector crítico, riguroso, imaginativo. Aunque no siempre produzca resultados incuestionables desde el punto de vista dogmáticamente académico, esta vía de lectura, este doble camino de Hermes, ha producido desde siempre obras irrefutables desde el punto de vista estético. Siguiendo este ejemplo, podríamos combinar la analogía de Baudelaire o de Beuchot con la narratología de Genette o de Todorov, la semiótica de Peirce con los multiversos de Borges, el automatismo surrealista con el realismo flaubertiano, la evocación de Proust con la invocación de Joyce para acrecentar nuestra comprensión de cada signo e intensificar nuestra aprehensión de cada imagen.

En la conjunción de la crítica y la creación literaria, por tanto, se podrían dibujar los umbrales de acceso al texto. El creador, como médium, debe producir el texto sin someterlo demasiado a la cadena de imposiciones que garantizarían su pervivencia dentro un canon que no permanece fijo sino en movimiento. El crítico, por su parte, debe traducir ese mismo texto sin cerrarlo a la cadena de recepciones que garantizan su pervivencia dentro de esa misma tradición. Entre el ejercicio razonable de la imaginación y el lúdico rigor de la inteligencia, esta conjunción que proponemos implica una revisión del concepto de Poética. Más allá de concebirla convencionalmente como una preceptiva —sea explícita o implícita—, esta poética debiera entenderse como un principio ordenador del texto que un Sujeto-Autor hace funcionar, dentro de ciertas coordenadas históricas, usando sus habilidades perceptivas y sus convicciones estéticas. Esta Poética, por supuesto, no sólo abarcaría el dominio de la creación literaria, sino también el de la crítica: pocas veces la teoría hace conscientes sus horizontes de referencia: la poética implícita en sus conceptos sobre el lenguaje y la escritura.

El doble movimiento entre semiosis hermética y hermenéutica, observable en las tradiciones filológicas y filosóficas que hemos reseñado, es visible también en la obra crítica y creadora de algunos literatos modernos y postmodernos… al igual en el pensamiento de científicos como Heisenberg o Gödel, que han refutado la posibilidad de acceder a la certidumbre absoluta o al conocimiento unívoco. En ese sentido, sería didáctico confrontar las teorías de Gustave Flaubert con las de Gadamer, las investigaciones de Wittgenstein con las de Peirce, la epifanía de Joyce con la incertidumbre de Heisenberg, hasta discernir las herméticas coincidencias entre el gato de Schröedinger y los dados de Mallarmé: como la misma ciencia «ha demostrado», no hay pensamiento sin riesgo, sin apuesta, sin incertidumbre. Pero ello quedará pendiente para un futuro no muy lejano, un porvenir que acaso ya ha pasado, gracias a los poderes de Hermes.

Bibliografía

Ebeling, Florian (2007). The secret history of Hermes Trimegistus. Hermeticism from Ancient to Modern times. New York: Cornell University Press.

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Eco, Umberto (1993). Las poéticas de Joyce. Barcelona: Lumen, 3ª ed. 1998.

Ferraris, Maurizio (2002). Historia de la hermenéutica. México: Siglo xxi, 3ª ed. 2007.

Goethe, Johann Wolfgang (1999). Fausto. Una tragedia. Madrid: Cátedra.

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Kristreller, Paul Oskar (1970). Ocho filósofos del renacimiento italiano. México: FCE.

Peirce, Charles Sanders (1978). Lecciones sobre el pragmatismo. Buenos Aires: Aguilar.

Piñeiro, Antonio, et al., (1997). “Introducción al Discurso sobre la Ogdóaba y la Enéada”. Textos Gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi I. Madrid: Editorial Trotta, 3ª ed. 2007.

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Caracteres. Estudios culturales y críticos de la esfera digital | ISSN: 2254-4496 | Salamanca