El peligro del pensamiento sincrónico

Es posible que uno de los riesgos que existen en la atomización de los procesos y en el autoconvencimiento socializado de la obsolescencia de todo lo que nos rodea (no solo lo objetual, sino también lo no estrictamente físico, incluyendo ideas y conceptos) que menos evaluamos sea, precisamente, el de una sincronía demasiado radical del pensamiento.

Leía hace unos días el blog de Fernando Broncano y a raíz de esa entrada me surgió la cuestión. La aceleración en los procesos que vivimos en la actualidad, tanto si es una situación real como impostada o forzada por modelos de consumo e industrialización, tiene un reflejo también en lo que concebimos como referentes del pensamiento. No se trata solo de que el canon cultural se renueve a tal velocidad que sea cada vez más enajenado intentar aplicar modelos ilustrados a la generación de los referentes que constituyen hoy el aparataje cultural, sino que la cuestión está en cómo ni si plantea en ocasiones qué está sucediendo, ni qué ha sucedido, sino solo qué sucede en un aquí y ahora radical.

Es decir, en un mundo acelerado y que ha encontrado la metáfora de lo líquido, lo que siempre fluya, muta y se altera para estar en cambio permanente (que habría que discutir si es real o una falacia más), la excusa perfecta para abrazar un carpe diem de la reflexión y contemplación del mundo. Algo que ellos llamarían sin problemas YOLO.

Esta concepción del mundo con la obsolescencia como espada que se cierne sobre nuestras cabezas castra las opciones de reflexión diacrónica, es decir, la reflexión que debería permitir entender qué sucedió en el pasado para desentrañar mejor los motivos que mueven la actualidad -el mundo de ahora- para generar las claves que permitan entender también qué va a suceder mañana. Las cosas no suceden espontáneamente ni son burbujas flotando a la deriva de un espacio sin contactos como parece que a veces nos quieren hacer creer los sincrónicos radicales, a veces asociados a los tecnófilos porque, al fin y al cabo, la diferencia de la tecnología en el siglo XXI es uno de los referentes obvios. Esta asociación es incompleta, claro, pero permite trazar una buena línea de oposición en el discurso frente a los neoluditas que rechazan de pleno eso.

Las razones de unos y otros no están tan alejadas, por desgracia. Miedo y temor ante lo pasado (pues su comprensión y conocimiento obliga a un estudio profundo), ante el presente (pues su comprensión y conocimiento es un camino de arenas movedizas) y ante el futuro (pues el mismo amor por el presente radical hace caduco lo que se tiene ahora entre los brazos).

El resultado es que los espacios de poder se definen en un miasma caótico en el que el primero que llega planta su bandera y saca la escopeta para defenderse de cualquiera que se acerque por ahí, incluso cuando solo hay honesta curiosidad por aprender más. Es la culminación de un proceso de degradación del conocimiento y el respeto por la investigación que se genera entre los estudiosos. La generación nueva o, mejor dicho, la generación de nuevos espacios de conocimiento, está imitando -en su negación de la tradición, del historicismo, y de la evolución diacrónica de toda ciencia y saber- los peores usos y costumbres de los anquilosados dinosaurios que se resisten a caer al pozo de brea cuando los nuevos investigadores llegan para sumarse a su parecela. Y eso que, por lo común, solo quieren abrir un poquito más el campo y no sienten la pulsión freudiana de matar al padre. Que también, al igual que ellos intentan devorar a los hijos.

Con todo, debe reconocerse que en el viejo paradigma la colisión de fuerzas rejuvenecedoras frente a las establecidas es un mecanismo que se ha mostrado competente para progresar. Cada año sabemos más sobre todas las áreas del conocimiento, incluso en aquellas que nos parecían saturadas hasta el extremo. Pero las más radicalmente nuevas viven una anarquía singular en la que niegan toda vinculación con la historia, no quieren saber nada de dónde han salido ni a dónde van. Son islas perdidas en una neblina que no les permite ver ni quieren ser vistos y por eso también lanzan disparos a ciegas, que en ocasiones dan en la diana pero, por lo común, erran. No es de extrañar que haya quien salga herido en un contexto como ese.

Ese es el error del pensamiento sincrónico, obcecado en el instante que se vive, como el animal natural que no tiene conciencia de su propia existencia: el futuro se define por la conciencia del pasado. Solo vivir un presente no basta para desarrollar ningún tipo de ideario complejo, profundo y bien estructurado porque simplemente no habrá cimientos. Son solo excusas para esconder la falta de trabajo de fondo, la falta de una reflexión previa bien fundada y, también, la disolución del espíritu crítico. Es constituir sobre la nada paradigmas nuevos que no se sostienen para usar esos mismos espacios como herramienta de defensa: «tú no me entienes porque yo ya estoy en el paradigma superior» como recurso último (como recurso único, de hecho). Es así cómo se perjudican los nuevos campos de estudio, cómo se debilitan sus esqueletos arquitectónicos y cómo nacen ídolos de barro que creen -pretenden, y aceptamos en tantas ocasiones el engaño- sentar cátedra.

La debilidad del pensamiento sincrónico, en definitiva, es que no tiene apoyo en la tradición y la percibe, incluso, como el punto débil. No podría ser mayor su error. Pero es un error juvenil, inconsciente y ególatra, de falta de miras y de una maduración que está todavía en la más enervante adolescencia. Hay solución.

Un pensamiento sobre “El peligro del pensamiento sincrónico”

  1. Es, desde mi punto de vista, la solución, un trabajo personal de práctica de reflexión histórica primero del origen de uno mismo, que por donde sea que circule tal recorrido, desemboca en un sólo y mismo lugar: la historia. Esta práctica es la formación de conciencia y de un código de ética que puede remontar el barrilete de la democracia y poner en funcionamiento realmente una acción política mancomunada, participativa y común.

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