Mundo chatarra

Cuando uno vuelve de algún congreso puede hacerlo o con un subidón o de bajona. Las situaciones de objetividad no son tan comunes en el día a día. Esto suele ser porque uno se deprime al ver el nivel de los estudios que se están desarrollando o por la potencia de las sesiones a las que se ha asistido. Mis últimas impresiones han sido, francamente, positivas.

ChatarraLo que he podido observar en el congreso trasatlántico de Brown, que este año alcanzaba su sexta edición (y la primera a la que yo asisto), es que las Humanidades en general y los estudios literarios en particular atraviesan un momento dulce que, en mi opinión, se debe a que por fin se ha aceptado dentro de ese terreno una visión interdisciplinaria que hacía mucha falta y que hace que los llevamos estudios convergentes a estos eventos ya no seamos bichos raros. Supongo que los gerontofílicos luditas estarán horrorizados por la destrucción de los altísimos estudios y, de hecho, debo admitir que se habló también de una «literatura chatarra», aunque fue opinión minoritaria. Esa visión negativa de todo lo que no sea etiquetado por instancias certificadoras como elitista, clasista u obscuro (sí, escogiendo deliberadamente esa grafía) fue minoría, pero en todo caso me considero chatarrero. Chatarrero soy, a mucha honra. Me gusta leer para entretenerme, no solo para hacerme rebanadas de mi materia gris con páginas de Kant, y me gusta escuchar música solo para entretenerme y no para deleitarme estéticamente. Lo siento, sé mantener imposturas ni tengo interés particular por ser un estirado, quizá porque tengo suficiente confianza en mí mismo como para no tener que aparentar continuamente una tensión intelectual repelente.

Mis impresiones, regresando al congreso, fueron que hay una oleada de jóvenes hispanistas (lo que incluye cuarentones, por supuesto: la juventud del hispanismo, como en toda la ciencia y los estudios, está en la mente, no en el cuerpo) con una gran capacidad para interpretar el mundo en el que vivimos. Saben hacerlo estudiando lo clásico y estudiando lo novedoso, una capacidad que la vieja guardia ha decidido perder voluntariamente en muchos casos. Esto es evidente, porque cuando uno se encuentra con académicos bien asentados abiertos a la renovación y con un universo de inquietudes ante un mundo, el digital, que está expandiéndose a gran velocidad, se da cuenta de que la barrera generacional es muchas veces una simple excusa para los cerrados de mente que se sienten cómodos en su pequeña parcela y que temen tremendamente salirse de esa zona de poder.

Con las Humanidades Digitales el ámbito de los estudios humanistas está cobrando una gran fuerza: he regresado convencido de ello. He visto también que hay incipientes departamentos específicos y, cuando no es así, los departamentos se abren sin problemas a la novedad. Y no solo desde las muchas veces consideradas despectivamente como «unidades jóvenes», sino también desde asentadísimos -falsos- dinosaurios. No es tampoco una cuestión de potencia económica: es una cuestión de inquietud, de querer estudiar más, abarcar más conocimiento y por tanto enseñar más.

¿Dónde queda España en todo eso? Es aquí donde empieza la bajona, en todo caso. Puedo oír desde lejos las excusas económicas de la crisis, de los recortes de un gobierno orgulloso de su ignorancia galopante, y seguidores de las filosofías absurdas que solo pretenden favorecer el elitismo absoluto, cerrar el acceso a la educación y la cultura. Lo peor es que algunos de esos clasistas publican libros y encima les bailarán el agua desde los absurdos suplementos pretendidamente culturales de los periódicos pensados para convencer a esos ignorantes de los que tanto se quejan de que consuman ese libro infecto en el que, precisamente, lamentan ese círculo. Es, claro, este mundo de civilización del espectáculo (sí, pun intended).

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