o deja de ser curioso que con el tiempo la plabra griega λóγος, que sirve para denominar al pensamiento complejo, razonado y estructurado, haya derivado hacia algo tan opuesto, pasional y marcado por la superficialidad y las decisiones poco meditadas como la publicidad. Bien es verdad que la palabra logo es un mero recorte del primigenio «logotipo». Tampoco habría que olvidar que el logotipo original no tenía nada que ver con marcas y productos, sino que era el resultado de la mera necesidad de no hacer exceso, otra broma del destino. Nació en la época medieval como una serie de letras ligadas de los códices para ahorrar espacio y tiempo a los monjes que escribían y que no podían permitirse mucho derroche debido a sus escasos medios. Así pues estamos ante el origen de «&» (que mucha gente no relaciona ya con el viejo latín «et») o de “æ” (a+e).
Con el tiempo y con la invención del término moderno, la palabra logo se ha ido cargando de connotaciones de todos los colores, sabores y texturas por mor de la sociedad de consumo y la aceptación que hemos hecho de los logotipos como representación de las marcas y productos.
El logotipo, por tanto, no es más que la cara visible de la marca y de su imagen, un subproducto (como cualquier otro) del marketing y de la publicidad. Ello no es obstáculo para que forme en sí mismo un entramado fascinante, en tanto que objeto susceptible de estudio por la semiótica y la semiología. Algo tan simple y tan complicado como elegir un logotipo acarrea dolores de cabeza a creativos y gestores de los social media inimaginables. Su comportamiento parece marcado por una falta absoluta de rigor y lógica, ya que el hecho de que uno u otro triunfen es más producto del azar que de los designios del, muchas veces, sobrevalorado marketing.
Gerard Cornu solía decir a propósito de la extraña naturaleza formal y semántica del logo, que cabía la posibilidad de considerarla como un medio de escritura no fonológica, sino más bien iconográfica. Ello supone que, de este modo, la marca no necesita valerse de ninguna lengua en concreto para proporcionarnos un mensaje claro, como lo harían otros sistemas de escritura como los ideográficos. Esta capacidad de comunicar a través de las imágenes, e incluso de evocar discurso y palabras, es un hallazgo de la publicidad moderna que ya latía en otros momentos históricos, pero que no salió a relucir de una forma tan evidente, ya que los medios de difusión visual no eran tan efectivos como lo son ahora, y también porque el «homo videns» estaba gestándose y aprendiendo a descodificar mensajes.
Esto relaciona nuestra cultura, cada vez más netamente audiovisual, como decíamos el otro día con tiempos pretéricos, como la Edad Media o incluso tiempos remotos como el mundo en el que se enmarca el arte rupestre.
Lo apasionante dentro de esta situación es afrontar que somos seres eminentemente visuales y que siempre lo hemos sido, aunque las razones hayan variado con el paso del tiempo. La imagen ha supuesto una fascinación incontenible para los humanos desde que han sido capaces de plasmar estéticamente sus pensamientos y propias visiones, ya fuera un hermoso paisaje ante los ojos o la escenificación de un sueño o un ideal. O algo más gamberro como poner la «zarpa» en la cueva para dejar constancias de quién tenía la mano más grande.
Somos así. Y siempre hemos sido así.